Viajé a México en julio de 2009 con motivo del 53º Congreso Internacional de Americanistas, para participar en el seminario “Memoria, Historiografía y Derechos Humanos”, coordinado por María Eugenia Horvitz, académica de la Universidad de Chile, y Patricia Flier, profesora de la Universidad Nacional de La Plata.
Después de una ruta larguísima desde la madrugada en República Dominicana, con escala en Panamá, y casi dos horas de cola para pasar todos los controles en el aeropuerto Benito Juárez del Distrito Federal (incluido el de la Gripe A, en aquellas semanas de histeria alimentada por las multinacionales farmacéuticas y consentida por los gobiernos y la OMS), llegué al lugar donde me hospedaría durante aquellos cinco días, cerca del Monumento a la Revolución, para dejar las maletas y partir a callejear.
Nunca podré olvidar las sensaciones que envolvieron mi primera tarde mexicana, una cálida jornada dominical en la que el centro histórico de la antigua Tenochtitlan se llenaba de los rostros de la América popular, con todos sus colores, sabores y olores.
El maravilloso paseo desde el Palacio de Bellas Artes hacia el Zócalo y en los días posteriores las visitas al Palacio Nacional para ver el extraordinario mural de Diego Rivera, Teotihuacan, las casas de Frida Kahlo y Trotsky en Coyoacán, el Museo Nacional de Antropología (con la imponente Piedra del Sol azteca), el Castillo de Chapultepec o el recoleto barrio de Condesa dejan anudados para siempre en la memoria el recuerdo de la patria de Emiliano Zapata.
Además, para nosotros, los republicanos españoles, México siempre será un país especial: el gobierno del general Lázaro Cárdenas (quien, por cierto, alcanzó a vivir para felicitar a Salvador Allende por su victoria de 1970) fue, junto con la Unión Soviética, el único que ayudó a la II República durante la guerra civil y acogió a miles de refugiados españoles, desde “los niños de Morelia” a una parte de los que se encontraban en Francia estigmatizados y derrotados.
Aquella misma solidaridad se volcó en 1972 y 1973 hacia el pueblo chileno: primero con la multitudinaria visita del Presidente Allende y su inolvidable discurso en la Universidad de Guadalajara; después con la acogida de tantos refugiados, entre ellos doña Tencha y sus hijas.
También de México nos llegó un 1 de enero de 1994 un impulso esencial para continuar adelante en un momento muy difícil. Desaparecida la URSS y su modelo de socialismo en el este europeo, derrotada la Revolución Sandinista en 1990, frente a quienes proclamaban la victoria irreversible del capitalismo, el fin de las utopías de cambio social, desde el corazón de la selva de Chiapas nos susurraban al corazón que este mundo aún necesita ser transformado.
Hoy nos duele la indescriptible tragedia de un país que, como reza el dicho popular, está “demasiado lejos de dios y demasiado cerca de Estados Unidos”. Un país que tiene a varios de sus ciudadanos entre las personas más ricas del planeta, pero que condena a millones de compatriotas a vivir sin dignidad.
Un pueblo que en el último cuarto de siglo conquistó dos oportunidades para cambiar su rumbo (con Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y con Andrés Manuel López Obrador en 2006), pero en ambas ocasiones se impuso el fraude electoral de las derechas, el PRI en el primer caso, el PAN en el segundo.
Desde que el presidente Calderón declaró la guerra al narcotráfico, México vive sumergido en una tragedia cotidiana cuyas cifras se expanden sin cesar: unas 40.000 personas han sido asesinadas en los últimos cinco años y 10.000 más están detenidas desaparecidas. La mayoría de las víctimas son jóvenes.
En una entrevista realizada por el tenaz periodista mexicano Mario Casasús, el coordinador de la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Cuernavaca, José Martínez Cruz, afirmaba recientemente: “Cuando el Ejército realiza labores de policía, el secuestro se incrementa un 76%; desde que los militares están en las calles, se dispararon los índices de robo, asaltos, extorsiones y violaciones de los derechos humanos”.
En los últimos meses una gran movilización nacional está despertando la esperanza. El 28 de marzo fue hallado en Cuernavaca el cadáver de Juan Francisco Sicilia, hijo del poeta y periodista Javier Sicilia, atado de pies y manos, con claros signos de tortura. A su lado otras seis personas yacían inertes.
El dolor de Javier Sicilia movilizó de inmediato a decenas de miles de mexicanos, que en mayo le acompañaron, en silencio, en una marcha que culminó en la inmensidad del Zócalo del Distrito Federal. Allí, en su conmovedor discurso, el poeta aseguró: “Nuestro dolor es tan grande y tan profundo que ya no tiene palabras con que decirse”.
Y el 10 de junio la Caravana Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad llegó a Ciudad Juárez, el “epicentro del dolor” en palabras de Javier Sicilia, quien allí explicó a Mario Casasús: “La violencia es un problema estructural, tenemos problemas de desempleo, de salarios, en el campo, en la educación. Si no establecemos una vida democrática, vamos a morirnos todos, si continuamos en medio de un genocidio estaremos de camino a un holocausto sin retorno”.
La rebeldía ciudadana y popular ante un gobierno que ha conducido a México al desastre ha despertado.
Desde esta orilla del Atlántico escuchamos el grito de México, la dignidad de miles de mexicanos que se rebelan contra la violencia impune de las Fuerzas Armadas, las tramas del narcotráfico y un gobierno que ha sumido a su pueblo en el momento más trágico de sus dos siglos de vida republicana.