Un queridísimo amigo me escribía un mail comentándome un artículo que había leído en New York Times “acerca de inmigrantes africanos que viven literalmente “in the woods”, en Andalucía, en casuchas de cartón, plástico, y por años”. Luego de un intercambio de datos mostraba su asombro y me decía “no podía creer que en pleno siglo 21, en Europa, en un país del G9, estuviese sucediendo algo así, es comparativamente peor que la época de esclavitud” y, como muchas veces le sucede, a mi amigo no le falta razón.
Puede parecer que en Europa estamos en un plano de superioridad en materia de recursos económicos, de distribución de la riqueza y de respeto a los derechos sociales y económicos, pero este modelo no es lo que era y siempre ha tenido brutales contradicciones; cuando una parte interesante de España está indignada hay otra, no menor ni menos relevante, que no tiene ni el tiempo, ni las energías ni la posibilidad de indignarse, simplemente sobreviven.
Dentro de la interminable crisis económica que vive España no hay tiempo para fijarse en aquellos que ni tan siquiera llegan al umbral de la crisis, financiera e hipotecaria, aquellos para los cuales todos los días son iguales y que siempre terminan donde mismo: en unas precarias condiciones de vida, durmiendo en chamizos, tapados con plásticos y a escasos metros de allí donde se les explota.
Desde un punto de vista agrícola, dos de las zonas más productivas de España son Almería y Murcia, las que se caracterizan por ingentes cultivos intensivos de frutas y hortalizas en invernaderos; para el mantenimiento de dicha productividad se ha usado y abusado de la mano de obra más barata que aquí existe: los inmigrantes ilegales de origen subsahariano.
Estas personas, seres humanos como todos nosotros pero de otro color, trabajan de sol a sol en condiciones inhumanas, a temperaturas asfixiantes (todo el año) como son las que hay dentro de los invernaderos de plástico y, por ello, reciben un magro jornal y la posibilidad de vivir como puedan en alguna esquina de la explotación agrícola.
La producción de estas haciendas permite que el resto de ciudadanos europeos comamos todo el año tomates redondos y rojos (pero sin gusto a nada), que no nos falten los pimientos, las cebollas, las fresas y demás frutas a las que ahora todos estamos acostumbrados y que antes eran estacionales. Mientras los disfrutamos no somos capaces de darnos cuenta que eso tiene un costo más allá del precio que pagamos: nos hacemos cómplices, incluso partícipes a título lucrativo, de unos comportamientos que están perfectamente definidos en el código penal español y que, sin embargo, no son perseguidos porque, por encima del derecho y de la ética, sigue estando el mantenimiento de determinadas condiciones de vida para aquellos que pueden pagarlas.
Parte de la “indignación” que se esparce por la atmósfera española debería dirigirse a impedir que estas conductas sigan dándose o, al menos, que todos tengamos acceso a la “indignación” que sólo se genera cuando lo básico ya está cubierto; seguramente para que esto suceda muchas cosas habrán antes de cambiar; no sería un mal comienzo el partir por generar un proceso de regeneración democrática atacando el problema en su raíz y que esta fruta, envenenada por su origen, termine siendo prohibida.