La operación que ha terminado con el asesinato de Osama Bin Laden es un hecho que despierta interrogantes que apuntan a la esencia misma del pensamiento político actual. Hasta tal punto esto es así, que debido a estas incertidumbres, hasta el éxito mismo de la operación ha llegado a ser cuestionado por algunos observadores. Un país que se proclama democrático y respetuoso del orden internacional, ¿tiene derecho a enviar fuerzas militares a otro país aliado sin el consentimiento de sus autoridades con el objeto de perpetrar un crimen?
¿Es legítimo enviar a matar a una persona que no ha sido juzgada por tribunales? ¿Es asesinato y no ajusticiamiento el hecho de matar a un terrorista sin previo juicio? Si la respuesta es negativa, ¿qué carácter jurídico tiene entonces este tipo de actos?
¿Se trata de una simple venganza o de una acción con un respaldo legal? ¿Y qué justificación o legitimación tiene entonces el asesinato político dentro de un régimen de derecho? Por otra parte, se ha revelado que en el descubrimiento del escondite de Bin Laden ha sido fundamental la revelación bajo el apremio de torturas de la identidad de un mensajero hecha por un prisionero.
¿Es legítimo entonces torturar en el cuadro de esta guerra? ¿Dentro de qué límites y bajo qué condiciones? Un memorándum, emitido por el Departamento de Defensa estableció las pautas para los interrogatorios realizados en la Base Naval de la Bahía de Guantánamo. Sugería que dos métodos que hasta la fecha eran universalmente considerados técnicas propias de la tortura –la utilización de determinados puestas en escena diseñadas para hacer creer a los detenidos que su muerte era inminente y el uso de una toalla mojada con goteo constante para inducir el temor de morir ahogado (“water-boarding”) –, a pesar de estar prohibidos, no obstante “se pueden utilizar legalmente” como una “cuestión de política en las presentes circunstancias”.
Las explicaciones que ha dado el Gobierno norteamericano sobre esta operación revelan la confusión frente a estas interrogantes, que por lo demás, ningún país, ni ninguna legislación han resuelto. La responsabilidad ante este hecho la ha asumido directamente el Presidente Obama, y su orden tiene como supuesto que existiría una situación de guerra contra el terrorismo. Pero este acto de guerra no corresponde a lo que la legislación internacional tradicionalmente ha entendido como una guerra: no es contra un país determinado, sino contra una organización clandestina que puede operar en cualquier país y, por otra parte, no hay ninguna declaración formal de guerra y no podría haberla porque no hay dos estados en conflicto. ¿Cómo se define entonces esta supuesta “guerra”?
Todos estos asuntos son espinudos y revelan que en la política actual, la legislación de los países democráticos va bastante retrasada con respecto a la acción. Eso se presta para excesos que ya han sido cometidos en la guerra de Irak y en la guerra de Afganistán. Lo crítico en todo esto es que la necesidad de actuar está pasando por encima de los principios y comenzamos a perder la noción de lo justo y lo injusto.
Pareciera que en nuestro tiempo han aparecido nuevas justicias y nuevas injusticias, pero que hasta ahora el pensamiento político no ha sido capaz de definirlas convenientemente. El riesgo es que los países que dicen defender los valores democráticos y buscan protegernos del terrorismo, comiencen a actuar con procedimientos que finalmente no se distancian mucho de los de sus adversarios. Combatir el crimen y la violencia con el crimen y la violencia nunca ha sido una acción aconsejable. Lamentablemente, los principios siempre se han demostrado menos eficaces que las necesidades de la acción, y el único principio que reaparece insistentemente con su diabólica eficacia es que el fin justifica los medios.