Hace dos semanas, la destacada investigadora Victoria Peralta señalaba las reflexiones que había dejado un reciente congreso pedagógico en Barcelona, en el cual se había colocado la mirada crítica sobre la calidad educativa en el ámbito de la educación pública. Entre ellas, Victoria resaltaba la voz de alarma de la presidenta del congreso acerca de la errónea lectura que se ha hecho en educación de las nuevas ciencias, poniéndolas al servicio del modelo neoliberal y citando como ejemplo a las neurociencias.
Sin duda alguna que toda teoría que se emplea para reafirmar el malsano modelo económico en educación no hace sino ahondar un daño en países que buscan importar acríticamente todo lo nuevo.
Sin embargo, creo firmemente que el modelo de neurociencias aplicadas a la educación es precisamente un poderoso argumento para rebatir los nocivos efectos de políticas educativas centradas en lo económico.
A modo de ejemplo, los avances en el conocimiento de los procesos de maduración y desarrollo cerebral que han aportado las neurociencias han permitido mostrar que los niños están preparados para la primera tarea de alfabetización: aprender a leer, cuando cumplen 7 años de edad, porque es a partir de ese momento que se abre una provechosa ventana sensible a nuevos aprendizajes, ventana que se extiende hasta los 10 a 12 años de edad.
Han demostrado también de modo fehaciente que la lectura “cristaliza” alrededor de los 7 años, pero que viene emergiendo gradualmente dos mil días antes de llegar a 1° básico, dependiendo íntimamente de las experiencias y oportunidades ofrecidas al niño. De este modo echan por tierra las teorías que intentan consolidar la escolarización prematura en el período preescolar y afirman de modo rotundo la urgencia de trabajar por las mejores oportunidades para la primera infancia, en especial aquella más vulnerada en sus derechos, lo cual no implica en modo alguno forzarles a leer antes de los 6 años de edad.
Las neurociencias también son enfáticas en mostrar que en las etapas iniciales de la escolarización la presencia cercana y sabia del profesor es clave, porque el niño está comenzando a elaborar nuevas redes neuronales, un proceso que requiere de tiempo para practicar y de metodologías y didácticas precisas, perfectas, centradas en estrategias y no en contenidos. Las neurociencias también son absolutamente claras y enfáticas en mostrar el absurdo que implica exigir a todos por igual, evaluar a todos por igual y condenar a quienes no logran pasar la vara de las pruebas estandarizadas.
Según el modelo de neurociencias ya no es posible seguir hablando del “escolar”, del “niño que aprende”, porque existe una pluralidad de cerebros y mentes que surgen desde la íntima imbricación de genes y ambiente. Y es enfática en mostrar que los primeros 10 años de la vida son claves para desarrollar al máximo el potencial integral de cada niño, pero ello debe hacerse desde el cabal conocimiento por parte del docente de esa pluralidad que le interpela cada día en el aula.
Según el modelo de neurociencias, los términos más comunes en el léxico pedagógico son peligrosos y traicioneros si no se saben emplear con conciencia científica. Es el caso de conceptos como “aprendizajes” y “enseñanza”.
Los primeros años de la educación básica (de 1°a 4° básico), lo clave no es aprender contenidos, sino desarrollar competencias esenciales, las que están hermosamente delineadas en las bases curriculares, pero que son desmanteladas por la presión de “la materia que hay que pasar”, presión sistematizada en una progresión secuencial implacable, al modo de una espada de Damocles que cae inexorable sobre el cuello del docente si llega a fin de año sin haber cumplido la planificación.
Entonces los contenidos a “enseñar” fagocitan a las competencias que es preciso desarrollar, las cuales requieren tiempo para practicar y docentes muy diestros en el arte de acompañar al niño en este proceso. Ese docente nada tiene que enseñar, pero sí tiene como misión fundamental desarrollar en la pluralidad de mentes infantiles la capacidad de comprender lo que lee, de organizar su pensamiento para expresarse por escrito, de ingresar al sorprendente ámbito del sentido de número y de desarrollar innumerables estrategias que le conducirán a la esencia de los buenos y sólidos aprendizajes: la autogestión del aprender.
¿Cuántas composiciones escritas deberían realizar los niños entre 1° y 4° básico? Un mínimo de 400, según investigaciones llevadas a cabo en diversos contextos por Helen Abadzin, experta en lectura. Pero no hay tiempo, porque hay que “enseñar” contenidos, de modo que, como lo afirmó uno de los miembros de la Agencia de Calidad recientemente, “las competencias se van rezagando porque son muy lentas”… ¡Pero si es imposible tejer redes neuronales indelebles sin tiempo para practicar! Sin competencias bien desarrolladas, los alumnos aprenden memorísticamente, sin comprender. Crónica de un fracaso académico anunciado.
Finalmente, las neurociencias aplicadas a la educación han llegado para mostrar al docente una realidad incuestionable que echa por tierra la mayoría de las prácticas pedagógicas: en la mente del niño no hay un programa pre-instalado al servicio del “aprender” desde la “enseñanza”. Digamos, un programa listo para que “le pasen materia”. Lo primero que el docente debe hacer es instalar esos “software” llamados competencias académicas en mentes que poseen ese prodigio de versatilidad que las neurociencias denominan plasticidad cerebral, y esa tarea debe ocupar a la pedagogía desde la edad del párvulo hasta el 4° año de primaria. “Enseñar” desde esta mirada pierde sentido, y pasa a ser reemplazado por “acompañar en el desarrollo de competencias”, entendiendo por competencias un número cercano a 20 habilidades específicas para lograr una adecuada escolarización.
Estas competencias pueden desarrollarse tardíamente, como lo ha demostrado Joseph Ramos con su Escuela de Desarrollo de Talentos en la Universidad de Chile y los numerosos propedéuticos en las universidades intentan lograr, pero lo natural y lógico es desarrollarlas antes de pasar a 5° básico, para lo cual se requiere de una teoría – y el modelo de neurociencias es plenamente válido - y de un arte, representado por profesores a la vieja usanza, al estilo del profesor normalista, soberano en el aula en lugar de prisionero de las planificaciones, un creador desde la libertad de su praxis y no un mero eslabón entre un currículo ajeno y su rol docente, reducido al de un mero técnico de la “enseñanza”.