A comienzos de los años setenta –para incredulidad de los más jóvenes- quienes hacían su enseñanza básica en una escuela privada sólo aspiraban a terminar su educación media en un liceo público, como una forma de asegurar una educación de mejor calidad, plural, laica y progresista, como se ha dado en defender. A fines de esa misma década las cosas ya se estaban invirtiendo, levantándose la imagen de que el futuro laboral y académico de los jóvenes liceanos era relativamente incierto y que la educación privada aseguraba más y mejores aprendizajes.
Ese cambio en las representaciones sociales sobre la calidad de la educación no estuvo exento de conflictos ni fue resultado de consenso social alguno, al contrario, fue impuesto con brutalidad por el gobierno militar en un proceso mayor de transformaciones sociales y políticas marcado por un deterioro de lo público, cuyo ícono fue un Estado de Bienestar declarado ineficiente, costoso, obsoleto y hegemónico.
Desde entonces, lo privado y las leyes del mercado alcanzaron el status de proyecto social mesiánico que llevaría a Chile a las puertas del desarrollo, a la libertad, a la modernización pendiente. Esos cambios forzados significaron, por cierto, dejar violentamente atrás un modelo de sociedad donde el bien común y la solidaridad tenían la forma de un intento inédito de revolución socialista y democrática.
Este mes, cuando estamos conociendo una parte de la “buena nueva” de la reforma educacional que incluye, entre otras, pasos hacia la gratuidad de la educación pública básica y media (el fin del co-pago), creación de nuevas universidades públicas, la creación de una nueva institucionalidad para administrar la educación pública (des-municipalización) y la eliminación de los mecanismos de selección en el ingreso a la escuela (que operan por factores de status adscritos y no adquiridos), las reacciones de los sectores conservadores suenan destempladas y alarmantes: “que se pretende estatizar la educación”… “que se quita opciones y libertad a la clase media”… “que es regresivo volver al pasado”.
En rigor, nadie vuelve al pasado porque no es simple desmontar lo que se instaló a fuego y dolor en la historia de Chile. Porque en democracia no cabe imponer a la fuerza y sin argumentos una representación favorable del Estado y su función social y docente, una visión que la dictadura puso bajo tierra y que la propia Concertación no ha podido defender coherentemente en sus cuatro gobiernos anteriores.
En verdad, nadie que quiera vivir la vida presente y futura desea volver al pasado sin razones de fondo. La Nueva Mayoría las tiene y profundas, llegó al poder a través de un compromiso ético y político con la ciudadanía en orden a hacer de la educación un derecho social, recuperando la tradición republicana de ofrecer una educación pública de calidad, gratuita y sin fines de lucro, llevando a cabo los cambios estructurales necesarios para garantizar a cada chileno y chilena una educación moderna, democrática, inclusiva, justa y respetuosa de las diferencias.
En este contexto, retomar un cierto rumbo de convicciones éticas y políticas es siempre importante, es coherente. Volver a las raíces de un sistema educativo que armoniza el interés privado con el interés público pero que releva y valora fundamentalmente una educación pública fortalecida y renovada parece ser justamente la mejor opción de calidad educativa para la mayor parte de los chilenos.
Esto no es “estatizar”, ni necesariamente “involucionar”, ni un mero deseo de “volver al pasado”, es sencillamente lo que la mayor parte de los chilenos quieren y necesitan. Se equivoca la derecha chilena, de hecho, cuando desea mantener un sistema educativo segregado y segregador, cuando quiere ser parte de un selecto grupo de países exitosos pero sin asegurar igualdad de oportunidades a todos los habitantes de este país.
Ante la perplejidad de muchos, el gobierno ha dado un paso concreto en este desafío, esto es, en resignificar la educación de calidad desde lo público, poniendo algunos cimientos para que este país avance en la (re)construcción de una extraviada educación pública.
Visto, así, con optimismo y voluntad de cambio –y pese a los lamentos de la derecha, que recién empiezan- el segundo semestre de este año debiera concentrarse en el fin al lucro en la educación superior y en la construcción de una carrera docente orientada a formar y estimular la existencia de profesores autónomos y críticos.
Ambos tópicos son centrales en el mejoramiento de la calidad de la educación, pero sólo el segundo tema implica entrar en el terreno social y pedagógico en que esta discusión debiera prontamente centrarse.
En ese sentido, es menester avanzar hacia el establecimiento de un acuerdo nacional en torno a las razones y contenidos para educar a niños, niñas y jóvenes en nuestro país, así como en cambios de la escuela como institución domesticadora (su estructura y función) y, sobre todo, en propiciar una discusión amplia y participativa de la educación que queremos con categorías auténticamente pedagógicas.
El entusiasmo de la opinión pública, en este escenario de anuncios y compromisos, da para creer razonablemente en que estamos en la antesala de la requerida transformación educacional, permite acoger también la frase del Ministro del ramo, “espero que mi nieta estudie en una escuela pública”. Nosotros agregamos, “siempre y cuando queramos nietos y nietas críticos, democráticos y solidarios”.