En los últimos días se ha discutido nuevamente sobre el concepto de lo público, idea que está detrás de todo lo que en el futuro se haga en relación con la educación.
La educación pública depende de lo que se entienda como público y si las cosas están confusas en este punto todos los esfuerzos por impulsar una educación de este tipo pueden ser inútiles.
Defensores de la educación superior privada intentan darle al concepto de lo público una amplitud tal que permita hacer caber este tipo de instituciones dentro de el. Separando convenientemente lo público de lo estatal se puede comenzar a defender la tesis de que también las instituciones privadas de educación son públicas, en cuanto ofrecen un servicio que favorece el interés común de la sociedad.
Detrás de estos argumentos se encuentra también una determinada concepción del Estado y, por consiguiente, de lo estatal, que le quita a estos conceptos su protagonismo en lo que se refiere a lo público. Las tareas públicas serían realizadas con iguales derechos tanto en las iniciativas estatales como en las privadas.
Pero esto es válido únicamente si entendemos el Estado como un organismo neutro, un instrumento sin componentes ideológicos y sin un pensamiento que lo sustente.
Esta idea del Estado inocuo es la que ha presidido todas las políticas públicas en la época del neoliberalismo, que justamente en nuestros días ha mostrado sus limitaciones y ha comenzado a dejarse de lado, no sólo en Chile, sino en gran parte de los países latinoamericanos.
Los límites de esta idea consisten en que la disminución del Estado y su transformación en un instrumento neutro con el objeto de abrirle paso a las iniciativas privadas en diferentes dominios, transforma áreas de interés común en negocios privados que terminan por corroer el sentido mismo de lo público.
Es precisamente lo que ha ocurrido con la educación en Chile, donde los intereses privados se han transformado en un peligro para el desarrollo de lo público. Es eso lo que ha desencadenado las justas protestas de los estudiantes que han llevado a la clase política a las transformaciones que el Gobierno actual se ha comprometido a llevar a cabo.
El movimiento ciudadano no solo ha exigido cambios en el ámbito de la educación, sino también en el sentido de nuestra relación como ciudadanos, en una comprensión nueva de lo que nos es común que ha desembocado en la exigencia de una nueva Constitución.De ahí que el nuevo orden, el nuevo acuerdo ciudadano que se está buscando, incluya también un modo diferente de comprender el Estado y su rol.Lo que significa un nuevo modo de comprender lo público.
El pensamiento del Estado es la laicidad. Lo laico no es una tesis más dentro de la confrontación ideológica al interior de la sociedad, sino un pensamiento que se ubica por encima de esta confrontación.
Pensar como católico, como comunista o como liberal, son opciones privadas que cada ciudadano tiene el derecho de tener o de rechazar.Pensar de un modo laico es defender ese derecho de todos a pensar diferentemente, no implica por lo tanto una discusión sobre las tesis que estas posturas defienden o rechazan, sino únicamente la afirmación de su derecho a tenerlas y a actuar en conformidad con esta idea.
Por eso, el pensamiento laico es el pensamiento común, frente al privado, y por eso el Estado tiene que guiarse en toda ocasión de acuerdo con este pensamiento y con ningún otro. Hacerlo, sería confundir lo que es público con lo privado.
El Estado es laico y solo el Estado puede serlo coherentemente. Cuando el Estado pierde esta dirección, se transforma en un instrumento de poder de partidos, de grupos, de religiones, de ideologías, es decir, de movimientos particulares dentro de la sociedad en detrimento de lo común.
Nuestro país ha vivido demasiado tiempo en un tira y afloja de tendencias ideológicas, ninguna de las cuales ha sido enteramente coherente con la ideología de lo público que es la laicidad.
Esto significa que ninguna ha respetado verdaderamente a quienes se han opuesto a ellas, ninguna le ha reconocido verdaderamente su derecho a la diferencia y ninguna se ha puesto en el lugar de lo común, de lo que nos une a todos, de lo que el Estado debiera siempre garantizarle a sus ciudadanos.
Ha faltado el verdadero sentido de lo público y su necesaria relación con lo estatal y ha predominado el deseo de homogeneizar la sociedad en función de una determinada postura o credo. Por eso se ha perdido el sentido de la laicidad en lo público, como si bastara la afirmación de que las propias tendencias miran hacia el bien común para determinarlas como públicas.
Pero solo la educación estatal puede ser verdaderamente pública y puede consiguientemente garantizar la formación laica de los ciudadanos.La educación privada siempre tendrá un sesgo que es legítimo pero que por responder a intereses de grupos no tendría por qué alcanzar un sentido público.
La educación tampoco es un sistema de conocimientos neutros o un traspaso de valores que necesariamente comprometan los intereses de todos los ciudadanos. Así lo creen los que apoyan este tipo de proyectos, pero la totalidad de los ciudadanos no tienen por qué estar de acuerdo con ellos.
La educación privada educa en el sentido de lo que le interesa a quienes la sustentan, no necesariamente en la dirección de lo común. Por cierto, todos tienen el derecho de educar a sus hijos como quieran, pero lo que el Estado debe asegurar es que la educación que financia corresponda a los valores laicos que son los propios del pensamiento estatal y público.
De ahí que lo público y lo estatal se co-pertenecezcan el uno al otro. Es un absurdo pretender que universidades que no eligen a sus autoridades de manera democrática, cuya definición de misiones no es laica y que además son un negocio, sean también públicas.
La enseñanza pública tiene que ser laica, y la enseñanza laica es estatal. Por lo tanto, lo público es estatal y lo estatal y únicamente lo estatal es lo verdaderamente público.