Hasta 1973 crecía en Chile un espíritu de democratización universitaria promotor de la construcción de comunidades de profesores, funcionarios y estudiantes que aspiraban a co-gobernar los proyectos educativos en los que participaban.
Esta idea no era un producto del gobierno de la Unidad Popular, sino que se inspiraba en tradiciones académicas tales como la autonomía universitaria (por ejemplo, la UNAM-México definió su condición de autonomía en el año 1929) y cobraba fuerza con movimientos sociales globales como “mayo del 68”en Europa. Con todo, las propuestas trataban de dar forma a la metáfora de gobierno universitario como modelo de democracia ejemplar.
Con el golpe militar, las semillas de democracia universitaria fueron extirpadas de las casas de educación superior y reemplazadas por rectores militares y decanos designados para mantener a raya, no sólo cualquier intento movilizador, sino también evitar estos “malos ejemplos democráticos”.
Con la dictadura, las universidades se cargaron de miedo y generaron cuerpos académicos sin demasiada voluntad para participar en las decisiones institucionales o que -en muchas ocasiones- (des)conocieron el valor de participación universitaria. Ahora bien, como la universidad trabaja fundamentalmente con el conocimiento, sería preferible pensar que el problema era el miedo.
Hace unos quince o veinte años, cuando los que éramos estudiantes hablábamos de triestamentalidad universitaria en Chile, muchos profesores nos trataban como niños y pedían que dejáramos de hablar tonterías.
Extraña posición, pues muchos colegas vivieron elecciones de rector en sus estancias de pos grados en el extranjero, supieron del sistema bicameral de una École des Hautes Études en Francia cuyos debates se transformaban en documentos de estudio teórico, histórico y político.
Hace poco más de una año, un estudiante que regresaba de Freiburg en Alemania me comentaba que en dicha universidad se votó la renovación de todo el sistema representativo pensando en los nuevos tiempos, la Unión Europea, las vinculaciones entre empresas y desarrollo científico y la creciente movilidad de estudiantes.
Seguramente, muchos profesores universitarios chilenos conocen -de primera fuente- qué se entiende por participación universitaria en otros países y sabemos que no se trata de la destrucción del orden institucional y que, por el contrario, forma parte de los valores democráticos que promueven muchas de las mejores casas de educación superior del mundo.
Tampoco es necesario ir tan lejos geográficamente. En la Universidad de Chile desde el año 2006 se constituyó un senado universitario (perfectible, sin duda) que funciona y forma parte de la institución y en dicha instancia participaron, los ahora diputados, Gabriel Boric y Camila Vallejo, junto a funcionarios y académicos.
Sería lógico pensar que la participación y la triestamentalidad, en las casas de estudios del mundo, son herramientas que soportan la construcción de una identidad universitaria y además, en un sentido más práctico pueden ser instancias que permitan: a)defenderse de recortes de financiamiento, b) reconocer y valorar a los miembros de la organización c) proponer cambios de funcionamiento para mejorar procesos institucionales y d) promover una cultura democrática real y responsable para toda la ciudadanía.
La responsabilidad de sentirse parte de una institución (o de un país) no se conseguirá promoviendo una relación cliente-vendedor-empresa. Nadie dice “Yo soy de tal tienda de retail” (supongo). Entre el “Yo soy de…” y el “Yo voy a…” la diferencia no es sutil.
La educación chilena se fue configurando progresivamente como un mall hasta que los estudiantes fueron capaces de desplazar los marcos de significado y construir una agenda política imposible de esquivar en la actualidad.
Las mayores inyecciones de recursos en educación, la esperable regulación del sistema universitario de acreditaciones y la inminente nueva institucionalidad escolar anunciada recientemente por Michelle Bachelet se las deberemos a unos jóvenes que han actuado con coherencia y continuidad notables.
No fueron ni el Consejo de Rectores, ni la asociación de municipalidades, los reales impulsores de los cambios que se vienen.
Tampoco será generosidad de un gobierno, ni bolsillo largo de un ministro, los que permitan comprender cotidianamente que educación y democracia son conceptos inseparables.