Quizá uno de los problemas más serios que tiene la educación hoy día es la calidad profesional de aquellos que trabajan directamente con un universo de estudiantes cada vez más diverso en sus modos de vida. Estas pueden tener raíces profundas no sólo en los orígenes del trato y valoración hacia los profesionales de la educación, sino en las formas como éstos han sido formados y como continúan sus procesos de perfeccionamiento docente.
Se reconoce, en primer lugar, que la falta de estímulos de superación son bajos y escasos para los profesores.
Escaso sueldo, extensas jornadas de trabajo, estudiantes poco dotados por razones diversas, aislamiento geográfico, fallas en las fuentes de acceso a la capacitación y materiales didácticos, falta de apoyo técnico en sus tareas cotidianas, (especialmente las llevadas a cabo en el aula), deterioro del trabajo en equipo, clima organizacional no democrático y poco estimulante para la creatividad y la innovación, exigencias normativas centrales que no permiten flexibilidad curricular, etc. Más largo podría ser este listado si así nos propusiésemos, pero no es el caso.
Se reconoce que existen fallas notables en la formación de las nuevas generaciones de profesores en todos los niveles del sistema educacional. Carencias que surgen básicamente, a mi juicio, de un enfoque erróneo de lo que debe ser un educador.
Cuando un futuro profesor se está formando en la Universidad, éstas han suplido la formación didáctica, es decir, la capacidad y arte de enseñar, por la capacidad de memorizar y a veces a producir nuevos aprendizajes intelectuales (lo que se denomina ciencias de la educación).
Los esfuerzos, sin pensar que pueden existir otras posibilidades, se dirigen a producir más aprendizajes intelectuales, que muchas veces son poco pertinentes y significativos para aquellos que son “receptores” de los vanos intentos que hacen los profesores para que sus alumnos/as aprendan “lecto-escritura” y “cálculo”, como ejes centrales del aprendizaje.
Todo se encamina hacia esto: las pruebas de evaluación nacional e internacionales (que no nos dicen nada de cómo solucionar los bajos resultados obtenidos), las pruebas de evaluación de los profesores (que tampoco dicen mucho), el diseño curricular centralizado, la desvaloración de otros conocimientos y prácticas (de naturaleza no intelectual), las medidas financieras que surgen de dichas mediciones, las imágenes de los centros educativos en las comunidades que los circunda, etc.
La globalidad se focaliza hacia este esfuerzo donde participan organismos nacionales e internacionales, sin que exista, efectivamente, una estimación de las evaluaciones que se están llevando a cabo, hasta el momento (después de años) en que se reconoce no haber avanzado lo suficiente de acuerdo a simples cálculos de costo beneficio.
Los educadores poco o nada han dicho, quizá porque no tienen qué decir o porque no participan del poder político de turno.
Y aquellas agrupaciones de maestros que son poderosas, están más preocupadas de sus rencillas de poder que de elaborar “un discurso o movimiento pedagógico” mediante el cual los profesores puedan decir lo que piensan y sienten sobre su tarea educativa.
En otras palabras, es necesario asumir nuevos enfoques en estas materias, con las autoridades educacionales promoviendo dichos procesos. En España así surgió una verdadera reforma educacional pos Franco.
La propuesta que surge es que el eje de la discusión y acción educativa es preciso cambiarlo desde el aprendizaje (con el actual predominio de las ciencias de la educación) a la didáctica o arte de enseñar, con un claro predominio de lo práctico-teórico, salvando así la carencia de las antiguas escuelas normales que eran muy prácticas, pero no tenían fundamentos teóricos y paralelamente, la inclinación actual de las universidades, con su sobrevaloración de lo teórico y poca importancia de sus aplicaciones en la enseñanza in situ.
Un nuevo equilibrio debe surgir de estas dos fuentes que no pueden continuar por caminos separados. La pedagogía es arte y ciencia al mismo tiempo.
Este equilibrio nos permitiría cambiar la calidad docente y con ello la educativa, partiendo del supuesto que el motor central del sistema son los profesores, insertos en los distintos cargos de la administración del sistema y de los centros educativos.
Una política educativa que no comprenda que la educación es tarea de enseñanza práctica de nuevos métodos y de utilización de recursos mentales, sicosociales y tecnológicos, más que una tarea de aprendizajes de contenidos por parte de los estudiantes, es una política educacional condenada al estancamiento, tal como se observa en las actuales reformas educativas de nuestros países.
Sabemos de muchos otros problemas que aquejan a la calidad de la educación en Chile, como condicionantes, pero sin duda lo fundamental es la labor de cómo el profesor realiza su tarea diaria al interior de “la sala de clases” de acuerdo a las características de sus estudiantes.
Esta labor, dicha fácilmente en el papel, es una ardua y larga obra de modificación en la formación y capacitación de los profesores.
En ella será posible encontrarse con intereses creados de grupos de poder, estancamiento y momificación de las estructuras sindicales y gremiales, profesores/as desencantados, un sistema burocrático lento y perezoso, unos empresarios de la educación que solo quieren lucrar con la misma olvidando su finalidad de bien común y servicio a los más pobres, etc.
Muchos obstáculos que seguramente no tendremos, como generación, el gusto de verlos desaparecer, ya que ellos están enraizados en la propia naturaleza humana representada fielmente por el sistema educacional y sus actores concurrentes.
Difícil tarea la de la Presidenta Bachelet. Una verdadera y efectiva reforma educacional es cambiar el eje de los enfoques sustentados en la educación chilena y no necesariamente sus componentes y carencias (párvulo, educación técnico profesional, financiamiento, dependencias administrativas, gestión, etc.)