La itinerante definición, año a año, del inicio del horario de invierno, genera ineficiencias a un importante número de empresas, organismos públicos y educacionales, debido a los esfuerzos adicionales que se requieren para corregir el impacto que sufren sus sistemas computacionales.
Técnicamente, el tema no se resuelve con un simple “mover un parámetro”. Recordemos el caso del año 2000 (Y2K) que afectó a millones de sistemas computacionales en los cinco continentes.¡Y eso que también bastaba con “cambiar una fecha”!
La existencia del horario de verano e invierno surge históricamente por las sequías que afectaban al país y hoy se refuerza dada nuestra crisis energética.
El ahorro en el consumo eléctrico que la medida horaria produce, a pesar de ser de una magnitud menor, es paliativa de la crisis energética y de los continuos años de sequía. Como el fenómeno del cambio climático tiende a disminuir las lluvias en el país, es conveniente contar con mayor luz de día para consumir menos electricidad.
Lo central de esta discusión es que si asumimos la tendencia en la disminución de las lluvias, se podría fijar un par de fechas por ley que permitan maximizar el uso de luz natural durante el año y evitar la incertidumbre de no tener establecido un cambio de horario con anticipación.
Así, los proveedores tecnológicos podrían gestionar mejor los softwares que proveen a las empresas nacionales, ya que el parámetro de cambio de horario de Chile sería totalmente conocido.
De esta forma evitaríamos caer en las odiosas ineficiencias producidas por una medida sustentada en predicciones hidrológicas. Ahorremos también en nuestros escasos recursos humanos.