El paradigma del consumidor ha cambiado. La tecnología, la globalización económica y el intercambio cultural, entre otros, han dejado a los textos universitarios sobre la materia en un estado de obsolescencia casi insalvable. Los ávidos lectores interesados en entender este fenómeno chocan contra definiciones fosilizadas, posicionadas una tras otra como la más completa exposición de museo.
El consumidor del siglo XXI ha dejado de ser un mero factor en el gráfico de la oferta y la demanda, un elemento fácilmente clasificable, examinable, en fin, medible. El consumidor ciudadano, es decir, un sujeto pasivo que accidentalmente adscribe, por ley o por voluntad, a una ciudadanía determinada, se ha ido de viaje para no regresar.
Un nuevo consumidor ha tomado su lugar. Es un consumidor que no sólo ha cambiado en términos de cantidad (aumento de la población o cambio generacional), sino también cualitativamente. Armado con la velocidad de Twitter, la visión del Smartphone, la fuerza de Facebook y del anonimato cibernético, los nuevos individuos se han transformado en ciudadanos que consumen, en el que la mayoría de los casos les encanta consumir y ya está firmemente arraigado como una norma social. A nivel mundial se consume un 30% más de recursos cada año de lo que nuestro planeta puede reponer.
Todo esto puede sonar como un asunto sociológico muy interesante y algo digno de estudio para la formación intelectual. El pequeño gran detalle es que esto está afectando directamente el quehacer empresarial. Con una flamante conciencia sobre sus derechos, el ciudadano que consume es un sujeto que se hace respetar a través de la institucionalidad – e incluso presiona para cambiarla – fiscaliza por mano propia y enjuicia en tribunales virtuales.
Especialmente sensible a esta evolución ha sido la relación entre las empresas y el medio que las rodea, un medio tanto social como ambiental.Nuevas exigencias se han puesto sobre la mesa, pero algunas marcas se han demorado mucho en aprender a jugar este nuevo partido. El nuevo consumidor no queda satisfecho con políticas cosméticas, que con un noble verde maquillan de mala manera a algunas empresas cuan grotesco payaso.
Pero no todo está perdido. Para que el buque empresarial no naufrague en estas nuevas aguas no sirve bautizarlo con nombres de sirenas sustentables o poner bolsitas biodegradables como mascarón de proa. Es necesario navegar en un barco nuevo, es decir, tener un cambio de mentalidad que se manifieste a través de cambios esenciales en las estrategias corporativas, comerciales, financieras y comunicacionales.
Es de vital importancia abandonar viejas metodologías de planificación estratégica y resolución de conflictos para abrazar nuevos procedimientos integrales. El costo del conflicto con la comunidad es muchísimo mayor que el desarrollo de nuevas estrategias comunicacionales y corporativas más eficientes.
Uno podría pensar que este cambio de paradigma afecta a rubros e industrias cuyas decisiones impactan directamente el medio ambiente y a las comunidades (ej. mineras, hidroeléctricas, trasporte, etc.). Ese diagnóstico es verdadero, pero incompleto.Ciertamente dichas industrias sienten con mayor intensidad las nuevas exigencias, pero las empresas del retail, de consumo masivo, como de alimentos y telefonía, entre otras, no son inmunes.
Hay que comenzar a entender la sustentabilidad, la biodiversidad, la responsabilidad social y el trabajo con comunidades como una inversión y valor compartido.
La preferencia tanto del nuevo consumidor como del inversionista ya está pasando por la incorporación de estos elementos. Transparencia, responsabilidad y sustentabilidad en el proceso productivo y en su oferta de valor global son la clave del éxito.