Chile vendría a ser el paraíso del neoliberalismo. Lo que no se pudo hacer en ninguna parte, se probó acá. Nuestro país fue el laboratorio del campus de Chicago. Se liberalizó todo lo que se pudo, el transporte, la salud, la educación, la previsión, etc. El empuje individual se transformó en dogma.
Allí estaba el germen del progreso de Chile, liderado por una categoría superior, el empresario, hombre de naturaleza singular, que arriesgaba su patrimonio y esfuerzo en pos de una idea o proyecto. El Estado y todo lo que oliera a colectivo o solidario era digno del máximo desprecio y debía ser abolido. La regulación fue considerada un entorpecimiento innecesario a la iniciativa particular y la fiscalización casi una herejía.
¿Se acuerda de los spots en que se citaba a Abraham Lincoln para enfatizar las ventajas del mercado y del emprendimiento privado? La libre empresa crea, crea en la libre empresa, resumía la máxima de esta nueva religión neoliberal chilensis.
Décadas después, algunos de esos argumentos se han ido cambiando o relativizando, según la conveniencia. Muchos firmes teóricos de estas ideas se han venido dando volteretas intelectuales dignas de campeón olímpico. Veamos.
Nos dijeron que cualquiera podía emprender, que todo aquél que tuviera capacidad y recursos debía hacerlo. En la pesca, ello significaría que quien pueda capturar lo haga.
Cómo los recursos son pocos y pertenecen a todos los chilenos (algunos discuten esta obviedad), las cuotas industriales las asigna el Estado. Para que la teoría se hiciera realidad podrían haber licitaciones, o sea vender, aunque sea alguna fracción de las cuotas al mejor postor. Así ganaría el Fisco que obtiene recursos y se salvaguarda el principio básico de que puedan ingresar nuevos operadores.
Pero estos curiosos seguidores de Friedman se dan un doble mortal atrás notable y han llegado a defender el oligopolio, esto es que las cuotas se asignen entre los mismos y que no se admitan nuevos operadores, sino en el caso absolutamente teórico (y entregado a los mismos interesados) de que sobren peces. Sorprendente.
Nos señalaron que la concentración era una distorsión peligrosa. Para que funcionara el mercado nadie debía tener porciones muy grandes. Así la competencia favorecería a consumidores y usuarios.
Sin embargo, cuando Ud. fundamenta en ese sentido y se atreve a sostener que podrían establecerse límites de participación de mercado en la misma pesca, en la acuicultura, en los medios de comunicación o prohibirse la integración vertical de laboratorios y farmacias, sin arrugar una ceja, se sostiene que deben fomentarse las economías de escala, las que permiten un mejor uso de los recursos. Notable.
Otro tanto ocurre con los plazos de las concesiones. Hasta hace algunos años era obvio que todo tuviera un límite. Nos dijeron que ello permitiría estimular a que el concesionario lo hiciera bien para aspirar a retener su derecho, al tiempo que se motivaba a que nuevos emprendedores se interesaran en postular a hacerlo mejor que el actual, en la renovación correspondiente.
Ahora, resulta que en televisión, cuotas pesqueras, acuicultura, casinos de juego, por poner algunos ejemplos, los plazos molestan.
El argumento varió exactamente en 180°. Se dice que sobre el final de la concesión, el concesionario pierde interés y eso lo lleva a sobreexplotar los recursos entregados o a descuidarlos y dejar de invertir. La conclusión obvia de esta lógica es que las concesiones deben ser indefinidas. O sea, ya no es la posibilidad de cambio y de ingreso de nuevos oferentes lo que alienta el emprendimiento, sino la certeza absoluta.
¿Y la competencia? ¿Y el mercado? ¿Y los emprendedores? No se oye. O sea, neoliberalismo a la chilena. Ni tan libre. Ni tanto mercado.
Es buena la libre competencia, pero mejor es tener seguridad y no correr riesgo alguno.
Es bueno el mercado, pero siempre que el Estado me preste (o mejor aún, me regale) el capital, sea éste cobre, litio, porciones de mar, peces o espectro radioeléctrico.