Varios economistas chilenos de manera escandalizada expresaron su posición contraria a la decisión del ejecutivo argentino de nacionalizar YPF, afectando con ello a la empresa española Repsol. Se constataba en ello la vigencia de la marca neoliberal que de manera precoz y radical se instaló en Chile.
Se insistía en lo peligroso de esas medidas pues la reacción del herido Repsol la hará contraproducente. El mensaje de siempre: llamado al realismo que significa adaptarse a los poderosos, a sus intereses.Aunque ese poderoso no lo es tanto y que Argentina para España es demasiada buena plaza para una reacción radical y tampoco la Unión Europea comprometerá la importancia argentina para su economía.
Esos antecedentes no se consideraron pues hubiesen mostrado bases de negociación de dicho país y menos clara la argumentación. Hoy las empresas españolas en Argentina se están llevando poco menos de US$ 30.000 millones al año; Telefónica, Santander, BBVA, DHL, Endesa, Prosegur, Santillana, y otras, no quieren perder esa plaza de negocios.
Pero si Argentina debe enfrentar litigios internacionales -lo más probable- un país convencido de salvaguardar el interés nacional, que tenga sostén popular, sencillamente tendrá que hacerlo.
Siempre se pagarán precios por enfrentar intereses multinacionales. Pero es mayor el que permanentemente se paga por nunca hacer nada; ya sea por el peso de intereses locales beneficiados o por miedo, abundantemente alimentado por coros de economistas prestos a alertar sobre los peligros de molestar al capital extranjero.
Se apela -también como siempre- al deterioro de la imagen del país, generando incertezas a quienes llegan con sus capitales y serían un motor del desarrollo nacional. Con ello, provocando los consecuentes costos a pagar por la población.
Similar a lo que economistas chilenos dijeron cuando el gobierno argentino desafió la política del FMI para la crisis del 2001. Se omitió después señalar que gracias a ello Argentina logró salir del profundo pozo en que estaba. La apelación a la imagen del país, refleja una posición ideológica opuesta a todo lo que signifique desfavorecer a los inversionistas mayores. Ello es algo considerado anacrónico para una ideología que ve en una globalización gobernada por el mercado, obviando sus niveles de concentración y asimetría, la solución a todo.
Siendo verdad el recurso multinacional de la deslocalización para escapar a políticas más celosas del interés nacional, ese argumento no puede ser llevado al absoluto y negar margen de maniobra al Estado Nacional.
Al invertir en un país, las empresas generan “costos hundidos” que les impide irse “así no más”. Pero aun, si así lo desearan: ¿dónde se van a ir? ¿A países nórdicos? Quizás aumenten su “seguridad jurídica” pero, a la vez, las exigencias son mayores y menos las posibilidades de ganancias extraordinarias.
Chile, desde una disposición construida con el protagonismo de ese tipo de economistas, apuntó acusadoramente durante los últimos decenios, cualquier acto de imponer condiciones a las grandes empresas. Solo se celebraba su llegada.
Recién hoy se comenzó a “descubrir” que múltiples contratos de concesiones habían sido “pésimamente mal hechos” o que “habían sido dañinos al interés general”. Ello en medio de otros vientos que entraron en la sociedad y que expresan un aumento de malestares y reclamos sociales. Pero no estaban mal hechos. Obedecieron a la manera de ver las cosas, a la ideología y los intereses predominantes.
Ninguno de los entrevistados realizó alguna mención sobre las características de esa empresa victimizada: varias filiales en los países considerados “paraísos fiscales” y tributa en España menos de la cuarta parte de los beneficios de escala mundial.
El ejecutivo argentino la había acusado de girar utilidades a otros países sin invertir lo necesario, de la proporción entre utilidades distribuidas y no distribuidas, del uso de sobreprecios y del anuncio de nuevos descubrimientos con finalidades de ganancia financiera más que de explotación.
Finalmente, nadie dijo que en la década del 2000, después de casi dos décadas, Argentina debió importar hidrocarburos, que YPF bajó su producción relativa de manera notable y, sin embargo, las utilidades de Repsol aumentaron y eran las mayores que obtenía en el mundo.
Esta reacción espontánea de economistas chilenos se ubica en el marco más amplio de su completa abstracción crítica del fenómeno de las multinacionales. No parece ser importante para el análisis económico la enorme concentración y poder económico de aquellas y de los grupos económicos mundiales.Esto en consonancia con las privatizaciones en América Latina, en medio de dictaduras o de gobiernos civiles.
En este último caso nunca eran anunciadas en los programas políticos de los candidatos que luego elegidos las realizaban, como el caso de Carlos Menem. No está la pregunta rigurosa si esa inversión extranjera está provocando un efecto significativo en términos de empleo, conocimiento científico, mejoramiento socio-económico.
El caso del cobre en Chile valida esa pregunta. Bajo la mayoritaria propiedad extranjera durante su historia, actualmente funciona con un porcentaje bajísimo de insumos nacionales; es mayoritaria y creciente la exportación de cobre en estado bruto (concentrado) y no refinado, es decir con menos valor agregado; la manufactura de cobre en el país es marginal.
En Antofagasta la minería del cobre genera alrededor del 60% del producto regional pero solo el 12% del empleo directo. Somos, finalmente, un país que produce y exporta cobre desde el siglo XIX; pero sin importancia significativa en la producción de conocimiento y tecnología, pero las utilidades extraídas por corporaciones trasnacionales son extraordinarias y los impuestos pagados bajísimos.
Si se parte de allí y con la historia de los últimos tres decenios en el cuerpo la medida Argentina debiese ser mirada como un aporte a un mayor equilibrio de poder en el futuro entre Estados nacionales y agentes trasnacionales.
Los países no pueden quedar librados a las políticas de esas grandes trasnacionales y, al mismo tiempo, condenados a la ley del silencio o la paz de los cementerios como la otra cara del chantaje de grandes inversionistas y del entreguismo de una disciplina económica que ha sido cómplice de las desigualdades de poder y de riqueza, que más que hablarle al poder ha hablado desde el poder.
Es necesario afirmar una etapa pos-neoliberal en que se vuelva a afirmar el derecho de los países de la Región sobre sus recursos básicos y en que las ganancias de los grupos privados deben estar sometidas a eso.
La soberanía sobre los recursos básicos no es un nacionalismo estrecho o anacrónico sino que debe reinscribirse en la continuidad de tradiciones políticas democráticas y en el sentir de la gente. Por ello es importante el recuerdo que la presidenta Fernández hizo en un discurso reciente acerca de que “las dueñas del subsuelo son las provincias, las empresas petroleras son apenas concesionarias”.
Esto no significa concederle al Estado ni a las clases políticas un fuero que por lo demás, en buena parte del continente, han tendido a perderlo justamente por su falta de independencia, sus cruces de intereses con los económicos y por su accionar como grupo corporativo.
Una nacionalización no puede ser el botín de un grupo que ocupa al Estado. Por ello, la soberanía nacional representada por el Estado no basta; supone también una sociedad fuerte y digna.