No se conocen aún todos los detalles de la reforma tributaria anunciada el 26 de abril por Sebastián Piñera. Pero queda claro que recaudará poco (del orden de 0,3% del PIB), y en este sentido todo el proceso ha sido de mucho ruido para bien pocas nueces.
Se confirma que el paquete incluye volver a llevar la tasa del impuesto a las utilidades de las empresas a 20%, pero sin alterar el que ese pago constituya un crédito para los impuestos personales (contrariamente a lo que ocurre en Estados Unidos y los países avanzados, en que se encuentran totalmente separados), junto a nuevas medidas regresivas.
En efecto, en un país en que menos del 20% de las personas –las de más altos ingresos- pagan el impuesto a la renta, y mientras el grueso de los impuestos proviene del consumo –que paga el 100% de las familias- nos encontramos con ninguna rebaja al IVA y sí con rebajas a las tasas marginales del impuesto a las personas más ricas.
Además, se agrega rebajas a la base de ingresos imponibles por gastos en educación de esas mismas personas más ricas. El impuesto a la renta de las personas pierde una vez más progresividad. Es de esperar que la oposición cumpla esta vez su tarea y se oponga a ambas medidas injustas.
El fondo del asunto es que la derecha considera que la redistribución debe restringirse al gasto público y no realizarse en la etapa del impuesto, aunque se disminuya considerablemente la capacidad redistributiva del sistema de impuestos-transferencias.
El esquema tributario vigente procura acercarse a un esquema de tributación al gasto en consumo, excluyendo la tributación del ahorro.
¿La consecuencia? Las exenciones al rendimiento del ahorro y a las ganancias de capital disminuyen los impuestos a las personas de más altos ingresos sin efectos significativos sobre el ahorro.
¿O alguien cree seriamente que las personas más ricas difieren su consumo por los incentivos tributarios de los que se benefician? Basta darse una vuelta por los barrios altos de nuestras ciudades para darse cuenta de los niveles de consumo de los más ricos, que entre otras cosas disimulan sus gastos personales –incluyendo restaurantes y viajes- como gastos de sus empresas.
Esta es la situación que debe cesar en Chile, y no perforar todavía más el pago de impuestos directos progresivos a los ingresos de las personas de ingresos más altos, como propone la reforma de Piñera.
Y si la idea es aumentar el ahorro global, los incentivos regresivos a los privados más ricos se pueden remplazar por el cobro efectivo de impuestos a las utilidades y destinar esa recaudación a aumentar el ahorro público y por tanto el ahorro agregado que financia la inversión.
El cobro del impuesto a las utilidades de las empresas debiese realizarse en base devengada efectiva, eliminando la renta presunta y con pago de la totalidad de la obligación tributaria en cada operación renta, eliminando el mecanismo de diferimiento en el tiempo del pago del Fondo Único Tributario.
Además, se deberían eliminar las exenciones al impuesto de primera categoría y el crédito al impuesto global complementario por utilidades empresariales.
También, aumentar el impuesto adicional de 35% que pagan las empresas que transfieren utilidades al extranjero para acrecentar sustancialmente el aporte de la industria minera privada, sin modificar el royalty, sujeto injustificadamente –por corresponsabilidad del actual gobierno y de la mayoría del parlamento, incluyendo a buena parte de la oposición, que en estas materias se opone bastante poco a los intereses abusivos de las grandes empresas- a la insólita condición de invariabilidad hasta el año 2023.
Se trata de recursos que los chilenos estamos regalando ante la indiferencia general y que se transfieren al exterior por un monto del orden del 5% del PIB al año.
¿A alguien le cabe alguna duda sobre qué sectores sociales tienen el poder en Chile? En todo caso, ciertamente no las mayorías que viven de su trabajo.