Escuchar al Presidente y su grupo esgrimir la justicia social para rechazar recursos a las universidades públicas, recuerda viejas caricaturas.
¡Los ricos no pueden tener educación gratis! exclaman escandalizados y acto seguido incluyen en esa categoría ¡al sesenta por ciento de la población!
Deben sentirse necesitados de compañía. La verdad es que los famosos quintiles de las encuestas de hogares sólo miden la distribución del ingreso entre los sectores medios y más pobres. Los ricos no se dignan siquiera contestar estos cuestionarios.
En muchos países, incluyendo los más desarrollados y también los emergentes más dinámicos, la diferencia entre los sectores medios y más pobres es mucho menor que en Chile o América Latina.
La economía funciona más parejo en esas sociedades más igualitarias y todos viven allí mucho mejor.
Sin embargo, para efectos de justicia distributiva no se trata de discriminar entre el veinte por ciento más rico y el resto. Ni siquiera entre el diez por ciento más rico y el resto.
Como dicen los “Indignados” que ocupan Wall Street por estos días, las diferencias verdaderamente escandalosas son entre el uno por ciento que se lleva a lo menos un tercio del ingreso y el 99 por ciento restante.
Visto de esa manera, todo el gasto público social es progresivo, incluso el que llega al quintil de mayores ingresos. Redistribuye del uno por ciento verdaderamente rico hacia todo el resto.
El New York Times del 22 de agosto del 2009 publicó el estudio de distribución del ingreso ahora clásico de Thomas Picketty y Emmanuel Sáez.
Basado en datos del servicio de impuestos internos estadounidense, demostró que en ese país el uno por ciento más rico había llegado a apropiarse de una cuarta parte del ingreso total.
Más aún, el uno por ciento de ese uno por ciento, es decir 1/10.000avo de la población, en determinadas ocasiones se ha quedado con el seis por ciento del ingreso total.
El estudio referido mostró asimismo que dicha proporción ha resultado extraordinariamente fluctuante en el tiempo.
A diferencia de la distribución entre los quintiles o deciles de ingreso, que tiende a ser muy estable.
Sólo en la víspera de grandes crisis como las de 1929 y 2007, los ultra ricos se apropiaron de estas proporciones grotescas del ingreso total. Durante la mayor parte del tiempo, en cambio, su porción de la torta fue mucho más prudente, del orden del 10 por ciento para el uno por ciento más rico.
En Chile no existen estadísticas de este tipo, en cambio, algunas cifras simples, sólidas y contundentes, permiten confirmarlo.
La primera de ellas es la propia CASEN, encuesta que el 2009 registra un ingreso monetario autónomo total de 41,4 billones de pesos anuales para un universo de 16,6 millones de personas agrupados en poco menos de 4,7 millones de familias.
Se agregan subsidios monetarios del Estado por poco más de un billón de pesos anuales.
Equivale a un ingreso promedio de 754.295 pesos mensuales por familia, incluyendo un subsidio de 18.792 pesos mensuales.
Claro, el quintil V se lleva 23,2 billones de pesos al año, el 54 por ciento del total y su ingreso promedio es de poco más de dos millones de pesos mensuales.
El quintil I, en cambio, debe sobrevivir con 172.444 pesos mensuales por familia, de los cuales 41.504 son subsidios monetarios del Estado.
Hilando un poco más fino, resulta una distribución parecida al conjunto de América Latina: el 10 por ciento de mayores ingresos se lleva poco más del 40 por ciento del total, mientras el 40 por ciento más pobre se lleva poco más del 10 por ciento; mientras el 50 por ciento que está entre esos extremos se lleva poco menos de la mitad que le corresponde del ingreso de las familias.
En los países con mejor distribución del ingreso, el diez por ciento superior se lleva menos del treinta por ciento y el 40 por ciento más pobre sube a más del veinte por ciento, mientras el 50 por ciento que está entre ellos se lleva en todas partes más o menos la mitad del ingreso, como corresponde.
El problema es que esas mediciones del ingreso de las familias dejan fuera al uno por ciento verdaderamente rico.
Como se ha mencionado, éste se ha llegado a apropiar un cuarto del total en los EE.UU.
En Chile se queda a lo menos con un tercio del ingreso, como se puede comprobar fácilmente a partir de los datos anteriores.
El Producto Interno Bruto (PIB) del 2009 alcanzó a 91,6 billones de pesos y el gasto total del Estado fue ese año de 22,4 billones de pesos.
Si se descuentan los 41,4 billones de pesos que reciben las familias según la CASEN, ello deja un remanente de nada menos que 27,8 billones de pesos, que equivale a un 30,4 por ciento del PIB. ¿Quién se queda con esa parte de la torta? ¡Adivine!
Los números gruesos son clarísimos: los ingresos de las familias representan solo un 45 por ciento del PIB y los del Estado un 25 por ciento adicional, lo que deja un remanente anual de 30 por ciento del PIB, que se embolsan las grandes fortunas propietarias del capital.
El PIB se calcula como la suma del valor agregado por todas las empresas y negocios existentes en el país, más las exportaciones y menos las importaciones.
Como bien sabe cualquiera que calcule el IVA a fin de mes, el valor agregado es la suma de las facturas de venta menos las facturas de compras de bienes y servicios requeridas para dichas ventas.
Es decir, el PIB es valor agregado neto del cual ya se ha descontado todo lo invertido en materias primas, maquinarias, combustibles, electricidad y todo lo necesario para el giro de los negocios.
Una vez creado, el PIB se distribuye en salarios de los trabajadores, ganancias de los capitalistas y rentas de los propietarios de los recursos naturales, como diría Adam Smith.
Los salarios en Chile se llevan una tajada muy pequeña, apenas un cuarto de la torta.
El 2009 la masa de salarios de los cotizantes en los sistemas previsionales sumó 22,9 billones de pesos, escasamente el 25 por ciento del PIB.
En realidad los salarios son algo mayores, puesto que como se sabe las remuneraciones altas cotizan solo por el primer millón de pesos (60 UF en ese año), por lo cual la estadística de salarios promedios de las AFP los subestima un poco.
En Chile todos los afiliados a las AFP, que son ocho millones y medio de personas identificadas con nombre, apellido y RUT, entran y salen constantemente de trabajos asalariados de muy corta duración.
De ese modo, sólo un 11 por ciento cotiza todos los meses, mientras que dos tercios cotizan en promedio un mes de cada dos.
El resto del tiempo trabajan por cuenta propia mientras encuentran otro empleo asalariado, con intervalos de desocupación y en el caso de las mujeres de retorno transitorio a las tareas domésticas.
Eso explica que cerca de la mitad de los ingresos monetarios autónomos de las familias no provienen de salarios.
El 2009 estos otros ingresos monetarios autónomos sumaron 18,4 billones de pesos según la CASEN, casi un quinto del PIB. Parte significativa de esos ingresos no salariales corresponden también a diversas rentas que perciben familias del decil más acomodado.
De este modo, sumando salarios y otros ingresos, las familias de 16,6 millones de chilenas y chilenos hacen malabares para llegar a fin de mes con un 45 por ciento del PIB.
Si el 40 por ciento de ellos no fuese tan pobre y el 50 por ciento del medio no anduviera tan apretado, la distribución de ingresos entre las familias mejoraría sustancialmente sin reducir el ingreso del 10 por ciento superior.
El Estado gasta otro 25 del PIB, como se ha dicho. Aunque parte importante del gasto público se invierte en obras que benefician principalmente a los grandes negocios, la mayor parte, de lejos, se gasta en servicios y subsidios que benefician de una u otra manera a todas las familias.
Por eso los verdaderos ricos reclaman contra el gasto público en general y hacen gárgaras denunciando que es “inequitativo.”
Mientras tanto, calladitos, ese uno por ciento de mayores ingresos se lleva para la casa nada menos que el 30 por ciento del PIB. Parte significativa lo vuelven a invertir en negocios, desde luego, pero con la exclusiva finalidad de aumentar sus ganancias todavía más.
Buena parte lo gastan en lujos que simplemente no aparecen en la canasta del resto de las familias que responden la encuesta CASEN.
Al interior de este cogollo no todos son iguales, desde luego. Al igual que en los EE.UU. donde el uno por ciento del uno por ciento más rico ha llegado a apropiarse de un 6 por ciento del ingreso total.
En Chile esa cifra debe ser el doble a lo muy menos. Solamente las grandes mineras privadas que están en la cúspide de la pirámide se embolsaron el 2009 ganancias por 7,3 billones de pesos según sus propios balances, que equivalen a un 8 por ciento de PIB de ese año.
En otros países también existe un cogollito de ricos muy ricos, como se ha mostrado en el caso de los EE.UU. Sin embargo, allí éstos son por lo general grandes capitalistas de verdad.
Es decir, empresarios que no pocas veces partiendo de cero, hacen inmensas fortunas creando firmas cuyas enormes ganancias provienen casi exclusivamente del trabajo de sus decenas y a veces cientos de miles de trabajadores altamente calificados, que constantemente se adelantan a su competencia en una carrera sin pausa por ofrecer productos y servicios cada vez mejores y más baratos a millones de consumidores.
El mejor ejemplo de ello es el recientemente fallecido Steve Jobs, un auténtico y genial empresario capitalista que deja una fortuna de varios miles de millones de dólares.
Son países de gran movilidad social, donde cualquiera puede alcanzar esas alturas y no por ello se consideran parte de una casta diferente al resto. Jobs, por ejemplo, era hijo de un inmigrante sirio que lo entregó en adopción a un modesto maquinista.
No es el caso de Chile. El cogollito local es claramente identificable por su aspecto, su forma de expresarse, como se viste, los barrios donde vive y los lugares donde descansa, los colegios y universidades donde se educa y así sucesivamente.
No son más de 170 mil personas, menos de 60 mil familias, el uno por ciento de la población, número que coincide casi exactamente con los habitantes de las tres comunas de más altos ingresos de Santiago, donde viven casi todos ellos. Allí se gasta parte significativa del 30 por ciento del PIB y se nota. Son un mundo aparte.
En su núcleo, en el cogollito del cogollito, por así decirlo, se identifican asimismo por sus apellidos.
Abundan aquellos que provienen de las familias de campesinos pobres que se asentaron como colonos que establecieron modestos señoríos agrarios desde el siglo XVI en este flaco y yermo margen de los antiguos imperios americanos.
Como describe el historiador Jocelyn-Holt, a falta de las inmensas fortunas y miles de vasallos de sus coterráneos que conquistaron más al norte, éstos tuvieron la habilidad secular de no pelearse demasiado unos con otros y cooptar sucesivamente en su seno, generalmente mediante matrimonios de conveniencia, a los recién llegados que lograban hacer fortuna en el comercio, las finanzas y más tarde la industria.
Su trayectoria es muy parecida a los Boers sudafricanos y la sociedad chilena de hoy no se diferencia demasiado de la que aquellos crearon con el infame Apartheid.
Es igual de “freak,” como dicen los jóvenes.
Para rematarla, éstos ni siquiera son verdaderos capitalistas, sino principalmente rentistas.
Sus empresas no siguen el ejemplo de Apple, sino de Exxon, BHP o Anglo American.
Es decir, no obtienen sus ganancias principalmente de la producción de bienes y servicios competitivos mediante una fuerza de trabajo altamente calificada.
Acá la cosa es mucho más sencilla. Simplemente cobran la renta de los recursos naturales que pertenecen a la nación y de los cuales se han apropiado sin pago alguno.
Como si fuera poco, se apropian además de las rentas monopólicas que generan las dos o tres grandes firmas que concentran todos los mercados del país, desde los bancos a las farmacias.
Es decir, nos dedicamos a exportar piedras, troncos y pescados mientras los chilenos y chilenas nos vendemos mutuamente las cosas que importamos o nos cortamos el pelo unos a otros.
Evidentemente es algo anacrónico y tiene que terminar tarde o temprano para que Chile sea de verdad un país desarrollado.
Durante el siglo veinte en los hechos se había terminado, tras cinco décadas de desarrollismo estatal que construyó la infraestructura y transformó la sociedad al tiempo que la democratizaba y mejoraba extraordinariamente la distribución del ingreso. En el curso de esas décadas los trabajadores asalariados duplicaron su participación en el PIB.
Lamentablemente, recuperaron sus privilegios por mano ajena, como dijo el Presidente Allende y volvieron a imponerse con revancha sobre el conjunto de las familias chilenas.
Eso está llegando ahora a su fin a medida que avanza la Primavera de Chile.jalá que seamos capaces de terminarlo como lo lograron los sudafricanos, reconociendo que no sobra nadie pero asimismo que todos tenemos los mismos derechos sobre las riquezas con que la naturaleza bendijo esta tierra.