El miércoles pasado el Senado rechazó el proyecto de reajuste del ingreso mínimo mensual a los trabajadores, aprobado el día anterior en la Cámara baja, luego que el gobierno mejorara su oferta inicial de $ 180.000 hasta $ 181.460.
Esta semana el proyecto es abordado por una comisión mixta parlamentaria. El incremento ofrecido por el Ejecutivo supone un aumento de 5,5% en la remuneración mínima.
Si bien las cifras son modestas, en cuanto sólo permiten condiciones de vida extremadamente limitadas, exceden lo que deriva de la visión más consensuada, que enfatiza la importancia de separar el ingreso mínimo requerido por una familia del salario mínimo que se impone en las contrataciones.
Los intentos por lograr un determinado nivel básico de satisfacción de necesidades familiares a través del salario mínimo tienen un efecto perverso y con grandes y graves inconvenientes, dado que limita la oferta de trabajo a personas con productividad básica, condenándolas al camino “ del ”desempleo. Un ejemplo me lo hizo saber un empresario pequeño, me refiero a un PYMW.
“Somos una empresa pequeña y genero trabajo a 15 personas “y ante el debate que hoy se discute en el parlamento, bajo la posición de la CUT y su presidente Arturo Martínez, el aumento a $ 190.000 como salario mínimo, significa que debo despedir a tres trabajadores: los retornos de lo producido y los costos no dan el dinero para ese valor en el compromiso.
Detrás de la fijación del salario mínimo se confrontan intereses entre grupos de presión relativamente más acomodados y los sectores más desprotegidos; entre ocupados, que mejoran su condición, y desocupados, que ven disminuida su posibilidad de encontrar un empleo productivo.
Por ello es importante que el gobierno y los sectores políticos fortalezcan una política social focalizada en los más pobres, lo que exige preservar para estos fines los recursos fiscales. Sin embargo, se observa una creciente dificultad para que el sistema político haga valer consideraciones redistributivas en favor de los menos protegidos, mientras persiste una mayor capacidad de presión de grupos de interés relativamente más acomodados.
Para algunos, el crecimiento del país estaría generando la expectativa de que es posible avanzar desde una sociedad de consumidores a una de ciudadanos, capaz de redistribuir más recursos a través de instancias políticas. Las recientes protestas y movilizaciones reflejarían esta evolución en lo que la ciudadanía entiende como un mejor sistema económico y social.
Pero también cabe pensar que el país está simplemente frente a presiones sectoriales y exigencias económicas concretas, algunas justificables y otras simplemente excesivas.
De hecho, las protestas en la zona austral, donde se buscaba eliminar subsidios regresivos en los combustibles, involucraron a todos quienes vieron sus intereses afectados, más allá de posiciones políticas o ideológicas.
Lo mismo podría indicarse respecto de las movilizaciones de estudiantes, si se considera que hay un millón de jóvenes en la educación superior, lo que necesariamente involucra familias de recursos escasos, pagando aranceles elevados o contrayendo deudas a tasas significativas y, por tanto, con estrechez económica objetiva, que puede explicar su inquietud. Algunas de estas presiones tienen aspectos atendibles.
Pero debemos estar atentos a impedir, en materia salarial y en el manejo general de los recursos públicos, que los incentivos que inducen al esfuerzo y el progreso de los chilenos, y las políticas orientadas a superar la pobreza, vayan a dar paso a una política de acomodo de presiones sectoriales, que sería regresiva y contraria al progreso del país.