Me he referido antes a la indolencia que el mundo político y los gobernantes han tenido históricamente con la infancia en nuestro país. Hay una suerte de desprecio por los temas que involucran a ese grupo de edad, como si sus condiciones de existencia fueran invisibles, accesorias.
Lamentablemente hoy, confirmo la crudeza de esa desidia, cuando leo en la prensa que a la sesión del lunes 9 de noviembre de la Comisión de Derechos de la Niñez de la cámara baja, de trece diputados ha asistido sólo uno a la totalidad de la sesión. Ni siquiera el presidente de la comisión Ramón Farías ha estado presente. Ese único diputado que escuchó a todos los presentes, dice la nota que leo, lo hizo obligado por ir en reemplazo del mismo Farías.
A la comisión estaban invitadas distintas organizaciones de la sociedad civil que presentarías sus posiciones respecto de un tema que les es particularmente sensible, iban a ser escuchadas. Oídas en estas reducidas formas de participación que ofrece el Estado a sus ciudadanos a la hora de tomar decisiones. Pero observamos que, más allá de las explicaciones que unas y otros pudieran argüir, las prioridades son siempre otras.
Porque la deuda con la infancia y con los miles de niños y niñas que han sido víctimas de una política discriminadora, violenta y miserable, donde el castigo y el encierro han sido las herramientas privilegiadas y el control social de la infancia pobre ha sido el principal -si no único- objetivo, no cuenta. Esa deuda transgeneracional sigue ahí y se encarna en la prescindencia estatal en la efectividad y garantía de derechos, en los oídos sordos, las manos amarradas y las voluntades doblegadas.
En estos años, sólo hemos visto el interés de los políticos en los niños y niñas, cuando el impacto mediático es lo suficientemente sonoro como para llegar a escucharlo. Esos son los casos emblemáticos del SENAME, que mezclan crónica policial con abandono y que más que visibilizar las condiciones de vida de esos niños y niñas, inoculan un horror ciudadano frente a la infancia desatada. Son el Cisarro, el Tila o los niños de la red de explotación sexual infantil de Plaza de Armas sobre los que se tendió un manto de olvido.
Los niños y niñas que no existen para el Estado y la sociedad si no es a través de las fantasmagóricas imágenes del abandono, la explotación, el maltrato y el abuso. Y aún entonces, a lo único que se puede echar mano es a un SENAME que apenas se sostiene en el híbrido que se creó al querer modernizarlo, obviando que en su propia producción estaba inscrita la única acción que le era posible: el control. Nada de eso importa.
No importan esos íconos mediáticos, mucho menos los niños y niñas que salen con sus mochilas al centro a pedir por una educación pública, los que buscan crear, pensar y actuar libremente, los que llenan plazas haciendo malabares, los que responden el SIMCE a regañadientes o nuestros propios hijos.
Cómo confiar en el destino de un proyecto, que ya desde su publicación nos ha parecido mínimo y pobre. Cómo creer que será posible la discusión y el debate social abierto. Cómo imaginar la aplicación práctica de lo que será la política de infancia, si esta inercia sólo refuerza el abismo insondable que existe entre la “Urgencia” del proyecto que impone el ejecutivo y el marasmo en el que están sumidos los parlamentarios.
Hay algo en el modo de relación del Estado con la infancia que pareciera indicar en todo momento que los niños y niñas de nuestro país son -en alguna medida- insignificantes. No existe conciencia de la necesidad de reparar ese daño profundo que se les ha infringido -a conciencia- durante ya casi un siglo.
Junto al manido slogan de que los niños son el futuro de Chile, los hemos condenado a un presente de vacíos y negaciones. La única forma que imagino para avanzar, es reconocer esta crueldad, para luego abandonar la profunda indolencia que ha caracterizado las relaciones de nuestro Estado con los niños y niñas.