Encontrarse frente al actual Proyecto de Ley sobre Derechos de la Niñez hace años atrás podría haber tenido el sabor de una conquista en la disputa silenciosa que se da en el campo de las edades y las generaciones. Esta traducción, a ratos literal, de la Convención de los Derechos del Niño hubiera significado entonces, torcerle la mano a casi un siglo de control punitivo de la niñez pobre.
Y es cierto, no podemos celebrar como lo habríamos hecho hace 25 ó 15 años atrás, pero aún así, para quienes esperamos que los gobiernos de la Concertación se tomaran en serio los derechos de los niños y niñas (y nos desilusionamos cada vez que abortaron los pequeños amagos de cambios legislativos), el que hoy exista la posibilidad de debatir acerca del lugar que niños y niñas tienen en nuestra sociedad, nos parece lo más generoso que se ha ofrecido últimamente.
El marco normativo propuesto representa una posibilidad, aún con las resistencias propias de un país al que le cuesta mirarse honestamente a sí mismo y reconocerse en sus múltiples inequidades y violencias cotidianas. Es una posibilidad de abandonar la indolencia que ha caracterizado la relación con los niños y niñas, bajo las banderas de la democracia.
El proyecto de ley presentado recientemente es fiel a aquel ordenamiento, que construido al alero de Naciones Unidas, definió a fines del siglo pasado un universal de niñez, donde en un lenguaje de derechos aparecen exaltadas las necesidades de provisión y protección, por sobre la expresión de la subjetividad infantil, la participación y la cuestión de la autonomía. Pero el proyecto no se ocupa de la concepción de infancia que lleva a la base, ni porta en sí mismo un consenso social respecto de la condición y estatuto de los niños y niñas de nuestro país. No, porque ese es un debate que no se ha dado.
Hoy, en medio de realidades complejas y un mundo agitado por la necesidad de pronunciarse más allá del individuo y el espacio privado, se abre esta oportunidad de pensar e interrogarse por el horizonte que como sociedad nos planteamos para los niños y niñas de nuestro país.
El articulado del proyecto en lo declarativo, avanza en abrirnos hacia la concepción de un niño y niña, que ya no serán considerados como objetos de políticas sociales focalizadas, sino como sujetos de derechos.
Sin embargo, al mismo tiempo nos dibuja una niñez que se construye desde los espacios que le debieran ser naturales, partiendo por poner a la familia como epicentro de su vida y su mejor desarrollo. Así, junto a ella, la escuela, el Estado y los órganos administrativos aparecen como deliberativos y resolutivos, con la potestad de considerar y ponderar el interés superior del niño, y con la capacidad de -no queda claro cómo- desentrañar su opinión. Nada dice del sujeto, más allá de su estatuto jurídico.
Al contrario, los niños aparecen atados forzosamente a las mismas instituciones responsables de la producción y reproducción de un orden social que determina sus condiciones de subordinación. Entonces el niño o niña que asoma en la lectura del proyecto, queda sometido a conceptos que lo reducen a conceptos como la identidad o la madurez.
Cuestiones que se plantean como herramientas que permitirían dilucidar al mundo adulto sobre la mejor decisión en casos concretos, pero que desde el punto de vista de las condiciones de existencia de los niños y niñas, poco pueden decir de sus deseos, sentimientos, estado emocional o de sus necesidades más complejas.
Los niños no sólo tienen una opinión que arrancar, poseen sabiduría y experiencia acerca de su mundo interno y también de su mundo relacional, afectivo y social. La pregunta es si eso posee un valor social en la actualidad y si estamos dispuestos a asumir el desafío de incluirlo a la hora de pensar en derechos, en políticas públicas y en intervenir.
La reducción de la experiencia infantil, no está dada sólo por la ausencia de definiciones, sino que especialmente por las preguntas que no hemos debatido como sociedad. En ese silencio, el espacio de la subjetividad de niños y niñas ha ido quedando reducido a lo que el mundo adulto puede ofrecer como formulación de su experiencia, una traducción, una interpretación que se supone universal y buena per se.
Los constructos psicológicos explicativos de la vida infantil -elementos que estarían a la base de su interés superior- aparecen asociados a una visión restrictiva de la participación, la que queda reducida a una relación funcional con las instituciones, como si no fuera posible aún reconocer al niño y a la niña como agentes activos, capaces de participar en la vida social de maneras que pudieran servir a la expansión de sus posibilidades, a la liberación de fuerzas que les oprimen o a la transformación de su entorno.
El horizonte que se les ofrece a los niños y niñas entonces, es uno que por la vía lineal se conduce hacia la vida futura como sinónimo de mayor y mejor desarrollo, en desmedro del bienestar de la vida presente.
¿Qué sucede con la complejidad de la existencia de los niños y niñas hoy, en una experiencia que no es un mero tránsito entre estados, sino el único presente posible?
¿O perdemos esas experiencias subjetivas actuales en medio de prescripciones morales, construcción de roles, adquisición de habilidades cognitivas y emocionales y todo aquello de lo que deben dar cuenta niños y niñas, para dar garantía de un desarrollo pleno y -entonces sí- un estatus de persona completa? La pregunta del presente está íntimamente relacionada con la pregunta por el horizonte, toda vez que ambas suponen detrás una idea de sujeto.
La subjetividad de aquellos niños y niñas que por arte de la ley quedan denominados sujetos, no puede reducirse a la condición de portador de derechos. Los niños y niñas están hoy sometidos a las fuerzas sociales, a la disputa en diversos campos como el género, la clase y por supuesto, la edad, a la constitución de una individualidad construida en un entramado social complejo. ¿Cómo otorgarles reconocimiento, asomándose a sus experiencias más allá de la representación como sujetos dependientes e incompletos?
Las preguntas posibles de este debate -que no hemos tenido- son infinitas. Sin embargo, algunas me rondan como fundamentales.
¿De qué manera la pregunta por la subjetividad de los niños y niñas puede abrir un espacio para pensar en nuevas y más diversas formas de relación en la vida social?
¿Cómo visibilizar ese ser en el mundo de niños y niñas, como una experiencia que trasciende a sus padres y a las instituciones con las que se relacionan, más allá de los preceptos de la sociedad adulta?
¿De qué manera entregarle a la experiencia infantil y su sabiduría, un estatuto de legitimidad? Son grandes preguntas para enormes desafíos y quizás son ellos, los propios niños y niñas, quienes mejor pueden responderlas.