“España fuerza una reforma exprés para archivar la causa contra la cúpula china”.
Tal es el titular del diario El País para referirse al hecho que el Partido Popular –con la venia del gobierno- presentó un proyecto de ley que recorta la jurisdicción universal en delitos de lesa humanidad a las Cortes españolas con el fin de evitar un potencial conflicto con las autoridades chinas a propósito de la investigación de violaciones a los derechos humanos en el Tibet y que afecta a parte de la cúpula del partido comunista chino.
En el fondo, la reforma legal busca limitar la acción de la justicia española sólo a los casos en que los imputados sean ciudadanos españoles, con la excepción de la tortura y la desaparición forzada de personas en que también la víctima debe ser española.
Más allá de lo controvertido que pueda resultar la llamada competencia universal que un país se arrogue, lo cierto es que el caso demuestra que en materia de justicia global no todos son iguales y la justicia no es nada de ciega.
En efecto, en el mismo diario El País, Tzvetan Todorov en febrero 2012 llamaba la atención sobre el hecho que la Corte Penal Internacional sólo se había hecho cargo de siete casos, todos vinculados a países africanos. Según él “nunca se procesará a los dirigentes rusos por los actos de violencia cometidos en Chechenia, ni a los dirigentes chinos por la represión en Tibet, ni a los estadounidenses por haber invadido Irak con un pretexto falaz”.
Los hechos parecen darle la razón. Los tribunales internacionales siempre parecen prestos a juzgar los crímenes de genocidas africanos, pero no ocurre lo mismo con los países que forman parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, o que tienen un peso político, militar o económico suficiente como para inhibir la acción de esta justicia con ojo de lince.
¿Debería el continente Africano agradecer a las potencias occidentales esta preocupación? No me parece tan claro.
En realidad estos procesos son una variante del sueño europeo/americano de imponer el bien al resto de la humanidad a pesar de ellos.
Esto se ha materializado de diferentes maneras a lo largo de la historia de los últimos 500 años: desde la colonización de África y América en nombre de la civilización cristiana y las guerras napoleónicas realizadas en nombre de los valores de la revolución francesa hasta la invasiones de Iraq y Afganistán para imponer la democracia, el libre mercado y los derechos humanos.
Obviamente, siempre esos grandes valores terminan sacrificados en el altar de los intereses económicos o geopolíticos.
Cabe preguntarse por la legitimidad de tales instituciones que aplican el garrote a los débiles y hacen la vista gorda frente a los fuertes.