Yuyanapag es el nombre de la exposición oficial de la Comisión de Verdad y Reconciliación del Perú, que con el aporte de 24 fotógrafos y distintos medios retrata las dos décadas de violencia en el Perú, años en que se desencadenó la feroz acción del movimiento Sendero Luminoso, una fracción maoísta del partido comunista peruano, y la consecuente réplica de las fuerzas armadas, la policía y los escuadrones de la muerte, dejando un saldo de sesenta y nueve mil muertos y desaparecidos, según la Comisión de la Verdad que dirigió el prestigioso académico Salomón Lerner Febres.
El interés por los hechos ocurridos en el vecino país es indudable para nosotros los chilenos. De hecho, las experiencias de Chile, Perú y Argentina, con su simultaneidad y terroríficas cifras de muerte, desaparición de personas y torturas, nos hablan de una violencia profunda en nuestra región, algo que creíamos que no formaba parte de nuestra cultura, pero que se manifestó con fuerza y rudeza inaudita en las tres últimas décadas del siglo XX.
Sin duda, los contextos en que desarrollaron los hechos son muy diferentes en cada país. A diferencia de Chile y Argentina, en el Perú no había una dictadura militar desatando una política de violaciones sistemáticas de los derechos humanos, sino que el país estuvo gobernado por gobiernos elegidos en las urnas la mayor parte del tiempo.
La violencia fue desencadenada en el marco de la vigencia del estado de derecho por Sendero Luminoso, secundado en una medida menor por el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru y en una etapa terminal del conflicto por grupos narcotraficantes aliados de Fujimori.
La llamada guerra popular que inició Sendero Luminoso reclamaba el fin del dominio de la burguesía y la instalación de una dictadura del proletariado, la que se verificaría con la toma del poder por parte de la vanguardia del pueblo, el movimiento Sendero Luminoso.
Las víctimas principales de tal guerra, sin embargo, no fueron los burgueses limeños, sino los campesinos pobres y las comunidades indígenas del Perú.
Que la supuesta guerra popular afectó principalmente a los más pobres lo muestran las distancias culturales entre las víctimas y el resto del país las que aparecen como las más dramáticas: mientras que para el 20% del país el quechua y otras lenguas nativas es su idioma materno, esa proporción supera el 75% entre los muertos y desaparecidos reportados a la Comisión de Verdad y Reconciliación.
Es importante destacar que las partes en conflicto tenían una postura similar en relación a los derechos humanos. La Policía y las fuerzas armadas los consideraban un obstáculo para el cumplimiento de una eficaz lucha anti subversiva y Sendero Luminoso creía que el derecho internacional de los derechos humanos y hasta el propio estado de derecho eran construcciones ideológicas que era menester destruir.
La experiencia del Perú obliga entonces a preguntarse si es correcto limitar las denuncias por violaciones a los derechos humanos sólo a los actos cometidos por agentes del Estado.
En efecto, crímenes de lesa humanidad tales como actos contra la vida y la integridad física de las personas, actos de tortura y secuestros cometidos de manera sistemática y respondiendo a un programa bien justificado ideológicamente, planificado y prolongado en el tiempo, ¿no debieran también calificarse como graves atentados a los derechos humanos?
Es cierto que son los Estados los firmantes de los tratados que protegen los derechos humanos, y ellos están obligados a respetarlos; pero ello no implica que los ciudadanos o los grupos organizados de la sociedad civil o política carezcan de obligaciones y que su acción no pueda caer en el campo específico de los crímenes de lesa humanidad.
La trágica historia de dos décadas del vecino país no puede ser olvidada pues conlleva lecciones para toda la región latinoamericana y muy especialmente para las fuerzas políticas, tanto de izquierdas como de derecha.
Todos deben aprender que la democracia no puede abandonar su supremacía moral y política y hacer abandono de sus responsabilidades sometiéndose sin control a los mandos de las fuerzas armadas pues ello tiene consecuencias políticas lamentables: corrupción y violaciones a los derechos humanos.