Muchas imágenes, relatos, recuerdos, confesiones o solicitudes de perdón me han remecido esta conmemoración de los 40 años del golpe militar de 1973. Ninguna como la entrega de títulos profesionales que la Universidad Católica hará a 28 de los suyos que desaparecieron o fueron ejecutados durante la infausta dictadura que comenzó hace 4 décadas.
No sólo porque esa, mi universidad, fue la cuna desde la que se formaron los padres del modelo económico que nos agobia -los Chicago boys- y los autores del modelo político que nos amarra, el Movimiento Gremial.
Tuve el privilegio de integrar movimientos que se opusieron a ambos, tanto a nivel de Facultad -compartíamos, los sociólogos, la de Ciencias Sociales y Economía con los aprendices de Chicago- como a nivel de Federación de Estudiantes, la FEUC, donde participábamos cada año en elecciones con los frentes más amplios imaginables para intentar derrotar a la maquinaria gremialista.
Siempre, respetando las reglas de la democracia universitaria y siempre, sobre todo eso, con generosos, valiosos y valientes compañeras y compañeros que, como todo alumno, aspirábamos, además, a alcanzar un título profesional.
El gesto que comento trae a la pertinaz memoria, no sólo el hecho de que una treintena de contemporáneos perdieron la vida en los albores de la dictadura, sino que también les fue arrebatado el justo derecho a tener un título.
Diana Aron, no llegó a recibir el de periodista, no obstante pude conocer su entusiasta desempeño en la revista ONDA, de Quimantú.
Juan Carlos Rodríguez, el “Caluga” no recibió el de ingeniero, al igual que Eugenio Ruiz Tagle. Supe de los tenaces y poco fructíferos desvelos del primero por constituir el MIR en esa Universidad. Y recibí la hospitalidad del segundo en su hermoso departamento del edificio curvo de Antofagasta, hasta dónde había llegado a vivir, por “tareas partidarias” del MAPU.
Pato Biedma, verdadero galán porteño, no llegó a tener en sus manos el título de sociólogo que tampoco logró en su natal Argentina, la que debió abandonar por persecución política junto a un selecto y nutrido grupo de estudiantes que vinieron a remecer el ambiente de los proyectos de sociólogos chilenos.
Omar “el cura” Venturelli estudiaba en la sede Temuco y lo conocí yendo a enseñar (y aprender, sobre todo) en la escuela de verano que esa sede organizaba para dirigentes de la CUT local.
Había sido sacerdote, estaba casado, lucía una incipiente calvicie y sus ojos claros habían penetrado profundamente en el liderazgo de los movimientos indígenas y estudiantiles, entonces bastante más fusionados.
A Eduardo Jara, tampoco recibido de periodista, no lo conocí pero seguí muy de cerca su secuestro, desde su escritorio en la Radio Chilena, en una de estas tantas vigilias solidarias en las que nos acompañábamos para intentar soportar la incertidumbre y el miedo.
Cuando sonó el teléfono de la radio, sentí la voz de Guillermo Hormazábal, otro de los secuestrados, recién liberado que como primer gesto en libertad, llamó a su lugar de trabajo, seguro de que allí estábamos, en vilo, esperando un milagro. Eduardo no formó parte del milagro, fue ejecutado.
Se podría recordar y así se hará el 5 de septiembre en el campus San Joaquín -creación arquitectónica y académica de Fernando Castillo Velasco- a cada uno de los futuros titulados.
No se les devolverá la vida ni -en algunos casos- sus restos. Pero su familia podrá exhibir en una pared destacada el testimonio de que fueron jóvenes, que lucharon por sus ideales y que nosotros, sus compañeros, los consideramos a todos ellos, un orgullo de esa generación que se tomó la universidad para reformarla, que presenció con dolor cómo un 24 de septiembre de 1973 fue pisoteada por la designación de un rector delegado y que cuarenta años después logra reparar en parte el mal causado.
No son ajenos a ello, los actuales dirigentes estudiantiles ni el movimiento que encabezan, que escarbando con pasión en lo mejor del pasado y lo soñado del futuro, han provocado este acto de justicia.
Es el homenaje de un movimiento estudiantil plenamente vigente a quienes sólo partieron un poco antes.
Es como si aquella Casa Central, ubicada en el 340 de la Alameda, formara finalmente parte de la apertura de las grandes Alamedas que predijera el Presidente Allende.