Cuando se conmemora un año desde la muerte de Daniel Zamudio tras el brutal ataque homofóbico del que fue víctima, es imposible no hacer una reflexión acerca de los efectos que tuvo su muerte, uno de los cuales fue la aprobación, tras 7 años en el Congreso, de la Ley Antidiscriminación, a la que ahora también se conoce como “Ley Zamudio”.
Pese a que no era la primera (y probablemente tampoco será la última) muerte por un ataque homofóbico o transfóbico, algo sucedió con ese caso en particular que hizo eco en la población y movió al gobierno a dar urgencia a la ley y adoptar medidas concretas para asegurar su aprobación. Si bien es lamentable que haya sido necesario un hecho trágico como éste para lograrlo, al parecer permitió crear una mayor conciencia de lo que significa la homofobia y la transfobia, y en general, cualquier forma de discriminación, y cómo en su forma más extrema puede transformarse en violencia.
Pero en ningún caso éste es el final de la historia. Ni menos el final de la discriminación en Chile.
Es positivo que se haya aprobado la ley, es positivo contar con una declaración legal clara de que la discriminación está prohibida en Chile. Es un avance contar con un mecanismo de reclamo contra la discriminación que no existía y que ha dado sus primeros frutos, como en el primer fallo de la justicia que condenó al motel Marín 014 por negar el ingreso a una pareja de lesbianas porque adujeron que allí no admitían parejas del mismo sexo.
Nos alegró también que se haya incluido la orientación sexual y la identidad de género como categorías protegidas pese a diversos intentos por excluirlas, y la incorporación de estas mismas categorías a la agravante penal para casos en que determinados delitos se cometen con un móvil discriminatorio.
No obstante lo señalado, se trata de una ley incompleta. Una de las razones por las que es incompleta, es que lo único que regula en detalle es la acción judicial, lo cual es sólo una arista sobre cómo abordar el problema de la discriminación en Chile. Esto debiera combinarse con prevención, capacitación, medidas de acción afirmativa, respecto de lo cual no existen normas explícitas en la ley.
Esta falencia se reveló también en el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de Karen Atala que, entre otras cosas, ordenó otorgar capacitación a funcionarios clave para prevenir discriminaciones futuras. Tampoco hay normas que creen o definan una institucionalidad con responsabilidad para adoptar estas medidas.
En otras palabras, se castiga a las personas que discriminan, pero no se explicita ninguna medida para reducir la cantidad de personas que discrimina o para incrementar la diversidad en diferentes instancias.
Tiempo atrás dijimos que una ley Antidiscriminación puede salvar vidas. Pero también dijimos que esto es un primer paso, que una discriminación persistente no se elimina sólo por ley. El respeto y protección de los derechos humanos es un trabajo continuo, que no se agota con la dictación de una ley y menos cuando se trata de una ley incompleta. La existencia de una “ley Zamudio”, más aun teniendo en consideración sus falencias, es insuficiente para asegurar que no existan otras personas que, como Daniel, mueran víctimas de la discriminación solo por lo que ellos son.
Resulta fundamental avanzar en la implementación de medidas de prevención. La eliminación de la discriminación es una obligación del Estado de Chile de cara a los tratados de derechos humanos, quizá la obligación más importante de todas: es difícil hablar de derechos humanos cuando éstos no se garantizan en condiciones de igualdad a todas las personas.
Es cierto que habría sido ideal que la ley lo dijera expresamente, pero no es necesario que lo haga para que el Estado asuma esta obligación e implemente a la brevedad este tipo de medidas, de manera de ir construyendo no sólo una legislación, sino también una cultura de respeto a los derechos humanos de todas las personas sin distinción.