“Campeones”, con tan solo decir esta frase puedo terminar la historia y se acabó. Nadie me puede reclamar, después de todo es lo único que queríamos leer: “Chile campeón de América”, cuatro palabras que demoramos 99 años decir y con eso estamos más que pagados.
Sin embargo, lo que pasó ese sábado es algo que nadie olvidará y les puedo asegurar que pasarán los años y el estadio Nacional comenzará a aumentar su capacidad, porque serán millones los chilenos que dirán: “yo estuve ahí”.Tendremos el estadio más grande del mundo.
Yo sí estuve en Ñuñoa y hay momentos que me darán vuelta de por vida, no habrá forma de quitarlas de ahí.
Dos viejos estaban una fila más abajo, se notaban dos abuelos con años de fútbol, de esos que llegaban a la cancha con la radio a pila y un sanguchito para pasar la tarde.Conversaban, se paraban, no gritaban, sufrían en silencio.
Uno de los viejos, durante la tanda de penales, sacó un santito, lo besó y pidió al cielo que el penal de Aránguiz entrará y así fue. Después, justo antes del penal de Sánchez, sacó otra imagen de su bolsillo, estaba envuelta en una bolsa de plástico, bien cuidada, la besó y, nuevamente, miró al cielo para rogar que entrará y se acabarán los 99 años, para luego guardarla con el mismo cuidado con el que la sacó.
En el momento, quise preguntarle quién era el santo encomendado, pero después del gol no paré de llorar haciendo un repaso mental de todos los sufrimientos peloteros y mandando al carajo la mala suerte.
Una vez campeones me acordé del “chico” Lucho, mi tata, el hombre hincha del viejo y querido Magallanes que gritaba como nadie los goles y que sufría como sólo él podía las derrotas. Viendo a esos dos viejos recordé a mi tata, él no habría besado un santo, quizás le habría pedido a la “Chila” ayuda divina, pero no estaba o quizás sí estaba. La cuestión es que yo tuve la suerte de gritar campeón y él no.
Al menos los dos viejitos que estaban sentados en la fila de abajo podrán morir tranquilos, vieron a la selección ganar una copa y los santos ayudaron en el logro.
Junto con celebrar el penal de Sánchez, recordé cada puteada lanzada al viento, cuando bailábamos con la fea, cuando sufríamos con goles en el último minuto, penales inexistentes, expulsiones idiotas, planteamientos mezquinos. De paso, le mandé un mensaje mental al “Cóndor” Rojas, mi ídolo de infancia que nunca pudo levantar esa puta Copa, no sé si lo recibió, pero fue mi humilde homenaje en medio de tanta locura.
La otra escena que tengo grabada en mi cabeza es la felicidad. Esa felicidad en el estado más puro que un ser humano puede sentir. Las lágrimas previas al título y la gritadera al mundo después de obtenerlo es algo que no se volverá a repetir, pero no porque no volvamos a levantar una Copa, sino que nuestra primera vez será irrepetible.
Si se da el trabajo de recordar las caras de la gente con que se cruzó ese bendito día se dará cuenta que fue parte de una fiesta con una alegría genuina, nada que ver con esas celebraciones sin sentido por pasar una fase en el Mundial o por ganarle a España en la fase de grupo.
Estamos hablando de la felicidad en el estado más inmaculado de la palabra, le puedo asegurar que todos los que vibramos con el triunfo nos sentimos como un niño, como un cabro chico que en navidad abría el regalo sorpresa, con una sonrisa inocente, honesta, que solo atina a dar las gracias al Viejo Pascuero por el regalo. Nuestra sonrisa fue la sonrisa de un niño, nuestra felicidad fue genuina, una alegría que hace años no teníamos.
El fútbol comenzó a pagar su deuda con nosotros, pero también nos devolvió la felicidad exiliada, una alegría que duró un par de horas, días, semanas y que costará volver a sentir y por eso me siento favorecido y también miserable, porque la viví yo y no el “chico” Lucho quien habría gritado y llorado más que yo.