Lo que ha ocurrido con Vidal es síntoma de la decadencia de nuestra sociedad. Por un lado, un deportista profesional que no comprende cabalmente la responsabilidad de su rol como actor público de una disciplina en que la ética debe estar por sobre el triunfo; un entrenador profesional que no es capaz de dimensionar los aspectos simbólicos que desempeña su función pública como líder que debe modelar el valor deportivo al carecer del rigor profesional dando permisos en medio de un compromiso de alto nivel competitivo a personas que ya han demostrado cierta displicencia por la causa deportiva, que además significa para la industria publicitaria y de turismo varios cientos de millones de dólares y por último, una muchedumbre enfervorizada y media inconsciente, que no sólo defiende lo indefendible, sino que yergue al jugador como un héroe nacional al que hay que defender, como víctima y como verdadero salvador de una guerra patriótica mayor como es un triunfo el próximo viernes ante Bolivia.
Reflejo de esa histeria colectiva es la celebración en Plaza Baquedano la noche del pasado 11 de junio, donde la sana celebración de un triunfo insignificante se convierte inevitablemente en la fiesta de lo salvaje.
La victoria final, el triunfo a Bolivia, y luego a los que vengan (quizás valga la pena estudiar los aspectos telúricos de ese sentimiento) vale cualquier error, delito o desliz. Los medios han instalado a costa de nuestra mansa benevolencia que el triunfo futbolístico es lo supremo, el gol lo sublime, y que ello está por sobre cualquier disquisición valórica moralista. Ya no importa la ley penal ni la moral cuando los verdaderos y únicos responsables de sus actos merecen como ningún otro el perdón y la compasión de la masa enfervorizada y alienada de fútbol.
Lo de Sampaoli, Vidal y sus acérrimos hinchas es una vergüenza. La vergüenza de una sociedad decadente de confianzas y certezas.