Mi fanatismo por la Unión Española tiene fecha y razón de principio. Y también de final.
Me gustó desde que por el Campeonato Nacional de 1969 -que era previo a la liguilla- jugaron con el Audax Italiano. Mi viejo venía escuchando la radio porque era audino de corazón. Me llevaba a Santa Laura de muy niño para que viera jugar a Reinoso, pero esas galerías me parecieron siempre un lugar frío y lejano, e hincha de los verdes no me hice. Porque no, nomás. Pocos pueden explicar su hinchismo. Yo sí.
Me hice hincha de la Unión ese verano del 69 porque jugaba Pedro Pedro Arancibia, y la magia de la repetición del nombre me pareció cautivante. Comencé a seguir al equipo por radio –tenía sólo 8 años- y al año siguiente asistía a las sesiones de televisión públicas en una parcela cercana a la de mi papá para seguir a Eladio Zárate, junto a un enjambre de huasos colocolinos.
Mi madre, en un acto descabellado, nos llevó a mí y a mi hermano (que era del Colo) a ver la final del año 70. Nos instalamos en la galería norte y debo haber sido el único que se levantó para gritar el gol de Pacheco. No me mataron porque era un infante y porque tendrían que haber pasado por sobre el cadáver de mi progenitora.
Viví a plenitud la era de Luis Santibáñez, con el Nino Landa incluido el 73, Pinina, Novello, el Flaco Spedaletti, el Polo y mi ídolo, el ChaCha Avendaño, esta vez por el apodo y su espíritu de lucha. Le metí un dedo en el ojo a mi abuelo nonagenario en Quilpué gritando el gol de Ahumada a Perico Pérez por la Copa Libertadores, y lloré cuando perdimos la definición porque merecíamos ser campeones.
Dejé de ser hincha de Unión exactamente en junio del 78, cuando empezó el receso mundialista. Había entrado –con 17 años y en primer año de periodismo- a trabajar a la revista Foto Sport y mi primera misión era cubrir un partido pendiente en Las Higueras frente a Huachipato. Era mi primer trabajo, mi primer viaje en avión, mi primer enfrentamiento con los ídolos de siempre.
Ese equipo de Unión venía en transición y era el último partido de Pedro García en la banca. Lo reemplazaría Luis Álamos y esa tarde tuve dos aciertos: descubrí al Zorro en las tribunas y lo entrevisté con una grabadora prehistórica que mi madre me trajo de Buenos Aires cuando supo que sería periodista. Y escuché, por una ventana lateral, las últimas palabras que dijo García en el vestuario tras ganar tres a uno (el primer gol me lo perdí por estar comiéndome un sándwich con el reportero gráfico en el entretiempo).
Nada sirvió. Cuando volví a la redacción tenían escrito el comentario, los vestuarios que habían sacado por radio y habían puesto las notas a los jugadores. Como gran cosa agregaron un recuadro con las declaraciones del Zorro. Mis ídolos, en el viaje, me habían tratado mal, casi con burla, por mi juventud, mi gordura y mis espinillas, supongo. Quizás por las preguntas bobas. Mis colegas no confiaban en el debutante y le hicieron la pega, por si las moscas. Un fiasco total.
Fue, pese a todo, un gran día. Decidí algo que no tenía decidido hasta entonces: sería periodista deportivo y me olvidaría del cine (que no había por ese entonces en Chile) y de la política (que era mal negocio en los años de la dictadura). Y dejó de gustarme la Unión.
Fui muchas veces al estadio desde entonces y jamás grité un gol de los rojos, ni por la Copa ni por el título. Los miré a la distancia como se sigue a un amor marchito. Hasta hoy, cuando me sorprendí en Boston pegado a la transmisión del Chico Díaz y Álvaro Lara (dos hinchas hispanos que no renegaron) y debo confesar que me alegró el gol de Rubio.
Me alegró por el pasado, por Pedro Pedro, por esa final perdida con goles de Beiruth. Por aquel partido en Talcahuano y porque, pensándolo bien, mis ídolos de entonces no fueron tan pesados si lo miro a la distancia. No grité el gol, por cierto, pero me emocioné al pensar en el Coto Sierra, un muchacho al que aprecio desde que comenzó a jugar, mucho después de que yo debutara con esa entrevista al Zorro Álamos.
Con los años nos ablandamos, nos vamos poniendo emotivos y debo reconocer que así como no me dolió el triunfo de Huachipato el torneo pasado, este título me pareció cercano, cálido, familiar. En una tarde de viento y lluvia en Nueva Inglaterra, escuchando la radio a la distancia mientras mis hijos pintaban a mi lado, preguntándose por qué en el fútbol todo tiene que ser tan gritado.