La Cruz del Aconcagua medía 90 por 70 centímetros y era de metal: estaba hecha con partes de aviones que participaron en la guerra de Las Malvinas. En su interior guardaba tierra de las islas y monedas conmemorativas, y estaba empotrada sobre una base de cemento para que no se la robaran. Fue colocada el 2011, pero el esfuerzo fue vano, porque desapareció hace algunos meses. Al igual que la anterior, que estuvo en la cumbre más alta del continente durante casi 50 años sirviendo de referencia para los que llegaban y que fue sustraída en el año 2009.
Los especialistas aseguran que más que robo es vandalismo, ya que bajar desde los seis mil 690 metros con tanto peso es un despropósito. Por lo tanto, se sospecha que tras sacarlas de sus pedestales –lo que demanda mucho esfuerzo- las lanzan por las laderas, no está claro si hacia lado chileno o argentino.
Militares mendocinos pusieron el 18 de enero la tercera cruz en la cima, advirtiendo que se necesitó de toda una brigada para subirla y mucho trabajo para dejarla anclada a otro pedestal de cemento. En esa cima, donde alguna vez estuvo Hernán Buchi para aclarar una contradicción vital, otra vez hay un testimonio hacia los hombres que han perdido la vida en el intento.
No había en 1897 cuando la expedición liderada por un británico, Briton Edward Fitzgerald, se convirtió en la primera en dominar desde lo alto la majestuosa Cordillera de Los Andes. Los honores de la conquista fueron para un suizo, MathíasZurbriggen y la hazaña todavía es apetecida: sólo en esta temporada cuatro escaladores han muerto en los cordones montañosos cercanos a Mendoza en el afán por observar el mundo hacia abajo.
Lo que ven es más bien bonito por estas épocas. Los calores se han aplacado un poco, aunque las tormentas eléctricas continúan, Chile se apronta a jugar con Uruguay con la ilusión de ir al Mundial y, por qué no, de pelear el título ahora que Brasil y Argentina lo miran desde sus casas.
Para eso hay que hacer un esfuerzo doble (como subir el Aconcagua para robarse una cruz): hacer el partido correcto para controlar la potencia física del rival y dosificar la fricción para que el estigma de las tarjetas que persigue a la selección de Salas no signifique llenarse tempranamente de amarillas.
En la sede del torneo –ya está dicho- nadie habla del Sudamericano, pero todos esperan con impaciencia el Boca- River del próximo martes, para el que las entradas están virtualmente agotadas. Ah, y una pelea de boxeo femenino entre Yésica y La Tigresa que domina la portada de los diarios y los programas matinales de la televisión. Nadie parece fijarse en Rabello, Castillo, Cuevas o Baeza salvo los empresarios internacionales que pueblan los hoteles y que hablan en una mezcla de español-inglés-italiano que resulta inconfundible.
Para una ciudad que no luce por su exotismo, la raza de los mercaderes del fútbol es la segunda más rara.
La primera es la de los andinistas, que, por ejemplo, en mi hotel instalaron carpas en el patio para promover una expedición a la montaña. Uno de ellos prefiere dormir allí adentro para efectos publicitarios, me imagino, porque las camas son anchas y las duchas calientes. Por las mañanas se despierta de mal genio, lógico, pero cualquier día me armo de valor para preguntarle por qué carajos alguien subiría un cerro tan alto sólo para robarse la cruz que hay en la punta. Perdón, en la cumbre.