Para todos los que crecimos viviendo el fútbol, lo de Uruguay es un ejemplo.
Cuando Osvaldo Soriano nos contó –a los que no la habíamos vivido- la historia increíble de Obdulio Varela, el Negro Jefe del Maracanazo, la admiración por la charrúa pasó a ser una obligación.
El capitán de aquel equipo que derrotó a los brasileños en el 50 es la versión más contemporánea de las míticas escuadras de Ámsterdam y Colombes, de la primera Jules Rimet y de tantas otras hazañas que supieron escribir con más alma que técnica.
La celeste siempre tuvo caudillos. Tipos gigantescos que eran capaces de enfriar cualquier caldera, de encender las brasas propias, de atemperar o enardecer los ánimos para sus propios intereses.
En el Monumental de River, le agregaron un eslabón más a su leyenda, con un triunfo tan impecable como justo.
Llegaron como favoritos a la final e hicieron lo que todo equipo con pretensiones requiere: presionar desde el principio para marcar las diferencias. Nada de salir a esperar, de vamos viendo en el camino, de regalar los primeros minutos. No sólo establecieron allí las condiciones del partido, sino que pudo haber sido más amplio si el árbitro les da el penal de Ortigoza cuando le apedreaban el rancho a Villar.
Después calmaron, golpearon, aquietaron y mataron de contragolpe, demostrando la versatilidad de su fútbol. Y, a estas alturas, perdónenme los líricos y los que piensan que sólo se juega al ataque, verticalmente, el manejo de los equilibrios pasó a ser patrimonio de los inteligentes en esta Copa.
Uruguay no atacó como Argentina, Brasil o Chile. Esperó, especuló cuando debía, para morder en el instante preciso. Se armó desde atrás con el mejor arquero del torneo (Musiera), el mejor central (Lugano) y dos marcadores implacables en el medio. Pérez y Arévalo Ríos casi siempre bordeaban la violencia, el golpe desmedido, la expulsión, pero cortaron el fútbol como ninguna otra dupla de volantes en el certamen.
Y tuvieron al inmenso Luis Suárez arriba, que se convirtió en la figura del torneo, desplazando nada menos que a la figura del Mundial, Diego Forlán.
Son un país pequeñito, orgulloso de su historia, de sus símbolos, de su cultura.
Que debió hacerse grande para no ser fagocitado por los dos gigantes que lo rodean. Que se ha hecho odiar y respetar y que debería entregarnos una lección permanente.
En esta Copa que terminamos viendo como espectadores debido a nuestros propios y repetidos vicios, hay un ganador legítimo e incuestionable. Que la ganó en Santa Fe esa noche intensa frente a Argentina. Y a la que le puso la rúbrica de manera brillante.
Uruguay no más. Un puñado de tierra y de gente que la ha levantado quince veces. Allí donde nosotros jamás hemos podido.