“España perdió el primer partido y terminó ganando el Mundial”, le digo, a modo de consuelo, a Marcelo, el chofer del móvil que nos trae desde La Plata a Buenos Aires después del empate de Argentina ante Bolivia en el debut.
No me contesta. El tipo viene con una bronca bárbara contra Batista, Messi y, sobre todo, Grondona. Lleva la vista fija en la autopista donde el polvillo del Puyehue se nota leve sobre el parabrisas.
Los argentinos se jugaron en la ceremonia inaugural, que casi siempre en Copa América es una sucesión de bailes folclóricos, colores fuertes y clisés que rematan con la cintura cósmica del sur.
Armaron el aperitivo justo para una fiesta que se esperaba los coronara como grandes favoritos en la Copa América y terminaron sufriendo ante Bolivia sin que el enorme peso de sus individualidades se notara demasiado.
Y otra vez comienzan a buscarle la posición a Messi, a reclamar por un armador más tradicional, a urgir por el recambio defensivo. Quieren volver a ganar, pese a que en este siglo han sido campeones juveniles y olímpicos. Pero lo que les vale es la selección grande y la sed de venganza ante Brasil.
Bolivia, con muy poco, volvió a demostrar que el fútbol defensivo, de agazaparse para dar el zarpazo seguirá vigente como estrategia hasta el fin de los tiempos, y el puñado de bolivianos que esperó congelándose afuera del flamante estadio único vive su momento de alegría cuando divisa al bus que lleva a Raldes, Joselito Vaca, Martins y los otros de vuelta a la concentración.
Orgullo para Evo Morales, estoico en la tribuna, fiel reflejo de la pasión futbolera y la fe inconmovible, a diferencia de Cristina Fernández que prefirió pasar de la inauguración “por problemas de agenda”.
Sigo a la distancia la llegada de la selección a Mendoza, con la locura de siempre, el fervor irracional de los hinchas que viajaron sin saber siquiera donde iban a pasar la noche y la devoción que irá creciendo con el paso de los días.
Costará controlar la sensación de triunfalismo ante un México que aparece muy débil por la juventud y la indisciplina, pero que será un rival de temer si la Roja no está fina en las definiciones y en el tránsito.
Todo es difícil, es cierto, pero no hay que temerle al peso del favoritismo, sino saber jugar con él. Y el lunes, al igual que Argentina ayer, llevaremos esa presión.
“Me duele la garganta”, dice cerca del Obelisco, finalmente, el chofer.
“¿Lo agarró el frío?”, le pregunto por decir algo.
“No. Es que me cansé de insultar a esos boludos”, me responde. “Les cambiamos a Batista por Borghi”, me dice haciendo un guiño al banderín de Boca que cuelga del espejo.
“Pero si ustedes tienen a Bielsa, hombre”, le argumento. Y el tipo me queda mirando fijo.