Febrero es el mes de los carnavales en el mundo cristiano, que se desata para después -en cuaresma- volverse devoto y llegar purificado a la Semana Santa. Fines de octubre es el tiempo de la fiesta del libro, en Chile y en aquellos países que invitamos a nuestro festival literario. Tiempo de dotarse de buenos libros a llevar a esos insuperables soliloquios que nos depara la buena lectura veraniega para más tarde arribar a ese santífico momento en que podemos compartir con los demás las experiencias angélicas de la exposición al arte escrito.
Casimiro Marcó del Pont prohibió los carnavales, en 1816, a través de un bando: “Teniendo acreditada por la experiencia, las fatales y frecuentes desgracias que resultan de los graves abusos que se ejecutan en las calles y plazas de esta Capital en los días de Carnestolendas (carnaval) principalmente por las gentes que se apandillan a sostener entre sí los risibles juegos y vulgaridades de arrojarse agua unas a otras; y debiendo tomar la más seria y eficaz providencia que estirpe de raíz tan fea, perniciosa y ridícula costumbre; POR TANTO ORDENO Y MANDO que ninguna persona estante, habitante o transeúnte de cualquier calidad, clase o condición que sea, pueda jugar los recordados juegos u otros, como máscaras, disfraces, corredurías a caballo, juntas o bailes, que provoquen reunión de jentes o causen bullicio”…
Bandos, quemas, ni censura pudieron prohibir la fiesta del libro. Tanto que, habiendo sobrevivido a la intemperie del Parque Forestal, que acogió la Feria del Libro hace 35 años, un año después del plebiscito de 1988 y un par de meses antes de la elección del primer Presidente democrático pos dictadura, la fiesta tuvo casa nueva, techada y abrigada: el Centro Cultural Estación Mapocho.
Una vez más se cumple el rito y los protagonistas se acicalan para disfrutarlo. Corren las prensas (que no han podido ser desplazadas por el sucedáneo electrónico); atusan sus bigotes los autores, entregados a su suerte esperando no ver una sola silla vacía en la presentación de su obra; hacen planes los lectores, sacando cuentas de las charlas que presenciarán, las firmas de sus favoritos que lograrán y los ejemplares que el presupuesto familiar permitirá adquirir.
Y los editores -esos “enfermos incurables” a juicio del notable colega argentino Daniel Divinsky- se disponen a conversar. Sí porque eso es lo que hacen estos profesionales de una gestión cultural tan apasionante como endémica. Conversan con colegas, con lectores y con autores, en ese orden, porque como dice Mario Muchnik y recuerda Divinsky, “lo peor no son los autores”, lo peor son los agentes literarios y los herederos de los autores.
Tienen expectativas que superan a las de los autores. De esas conversaciones infinitas surgen los nuevos sueños, mueren más proyectos que los que nacen, pero se prepara la nueva Feria, la próxima, que sin duda, será mejor.Mientras esto ocurre, los invitados de honor, y así los sentimos, nos muestran lo mejor de lo que tienen, traen regalos, estimulan traducciones, cuentan, cuentan mucho de lo que ellos son, no sólo de su literatura, de sus costumbres, de sus condiciones geográficas y climáticas, de su humor y su gastronomía, siempre acompañada de sus bebidas más estimulantes para la creación.
También se quieren hermanar con algún jalón de Chile. Esta vez, la Embajada de Dinamarca quiso recordar a su compatriota el capitán de alta mar Oluf Christiansen Lund, que el 15 de abril de 1925 encabezó un grupo de hombres de puerto que crearon el Cuerpo de Voluntarios de los Botes Salvavidas de Valparaíso. Institución que acude con prontitud en cualquier condición de tiempo al llamado de auxilio de alguna embarcación que le sorprenda el mal tiempo o sufra alguna avería.
Para ello, acercaron al muelle Prat de Valparaíso al escritor Carsten Jensen, autor de “Nosotros los ahogados“, obra basada en la historia del puerto danés de Marstal y sus habitantes, en el período comprendido entre los años de 1848 y 1945 cuyo entramado narrativo se desarrolla en buena parte a bordo de embarcaciones que surcan los océanos en todas las direcciones y en muy diversas circunstancias: trátese de la búsqueda de su padre por un imberbe marino, en los mares del sur, o del peligroso transporte de provisiones para el Ejército Rojo, en los días de la Segunda Guerra Mundial.
Este encuentro simboliza muy bien aquello de la fiesta del libro, que rebalsa los escenarios literarios -de realidad o ficción- que se siguen reproduciendo cada octubre.
Como las próximas conversaciones entre editores dónde, a juicio de Divinsky, “hay algunos que se consideran partícipes necesarios del libro y otros que se dan cuenta de que son solo intermediarios. Coincido con mi amigo (Jorge) Herralde: el editor no descubre al autor, reconoce su existencia”.
Reconocer la existencia del otro, vaya que buena manera de comenzar una fiesta.
Bienvenidos a la FILSA 2015.