Ponderando los dominios de esta hija de Fernando e Isabel, los Reyes Católicos auspiciadores de Colón, Juana la Loca (1479 – 1555) puede ser considerada primera soberana de la actual España. Otra cosa es que su regencia sólo fuese nominal o algo así como una satisfacción alucinatoria.
Con dudosa opción al trono, recibe una educación de tercera hermana, más obediente que mandona: religión, urbanidad, danza y música, equitación e idiomas. La madre trataría de moldearla a su “hechura devocional” pero resulta escéptica, manifestando, además, notorio desinterés por los ritos apostólicos. Isabel, alarmada, ordena mantener en secreto esta caprichosa y rebelde conducta.
Quizá advirtiera, en esa irreligiosidad, gérmenes contrarios a la salud del dogmático origen divino de las monarquías. A su debido tiempo, la revolución francesa daría jaque mate a esta extravagante doctrina.
Ofrecida en matrimonio a Felipe, archiduque de Austria, Juana fue moneda de cambio para reforzar ataduras españolas con su padre, el emperador Maximiliano I de Habsburgo. A contrapelo, viaja a los Países Bajos a encontrarse con un novio desconocido. Curiosamente, ambos son atrapados por el torbellino de un amor a primera vista; tanto, que se habrían conocido –en el bíblico sentido- antes de la boda.
En Flandes, la infanta adolescente descubre un entorno individualista, comercial, festivo y opulento, explícitamente contrario a la familiar, piadosa y sobria corte hispana. El marido, incorregible tenorio, amante de la caza y los deportes, había demostrado competencia administrativa conjugando los intereses de Bélgica y Holanda con sensatas reformas.
Por sus retratos, era evidente exageración cortesana llamar el Hermoso a este Felipe que pronto comienza a perder interés en su esposa, consumida por celos patológicos. Aún así, la estoica Juana afrontaría seis partos, matizados con periodos de angustiante vacío o abstinencia conyugal.
La inquisidora Isabel –cuya beatificación sigue atascada en oficinas vaticanas-, advertida por sacerdotes husmeadores, la deshereda por no oír misa ni confesarse. Si bien, a su muerte, Fernando la proclama reina de Castilla reservándose astutamente la autoridad. Felipe no cede y, mientras el prolífico himeneo esperaba su quinto retoño en Bruselas, acuerdan un gobierno conjunto con Fernando y la propia Juana,
La situación cambia con el arribo de la real pareja a España; las malas relaciones con su yerno obligan al suegro a retirarse a Aragón, y Felipe es proclamado rey de Castilla. Éste, por cierto, regirá ignorando cumplidamente a su mujer.
El Hermoso, luego de un sudado juego de pelota bebe abundante agua helada; días más tarde, afligido por altas fiebres moriría en la flor de sus pecados, apenas de veintiocho primaveras. Lo súbito del suceso, inclinaba los rumores de envenenamiento hacia el suegro.
Juana decide enterrarlo en Granada, y durante el fallido traslado que duraría meses, acompañada por curas, damas e hidalgos, no se aparta del féretro. En el comadreo crecen rumores de demencia, y los nobles lamentan perder el tiempo en vez de ocuparse de sus tierras. Tras esa surrealista aventura trataría de gobernar, mas el buen Fernando ordena encerrarla previniendo la formación de un partido nobiliario en torno suyo.
A la muerte del viejo rey, Juana suma el solio de Aragón a su ilusorio poderío. Esta vez, su hijo Carlos I se apropia de las jerarquías. Oficialmente, juntos correinaron en Castilla y Aragón. Y pese a que nunca fue declarada incapaz ni le retiraron títulos, jamás prevalecería, pues su devoto vástago mantuvo el encierro, obligándola a escuchar misa y confesarse, bajo tortura si fuese necesario.
Una rebelión anti señorial vendría en su ayuda, pues la llamada revuelta comunera, primera sublevación burguesa moderna, le reconoce majestad. Ella responde: “Sí, sí, estad aquí a mi servicio y avisadme de todo y castigad a los malos”. Así como la demencia de Juana era esencial para la legitimidad de Carlos I, su cordura justificaba derrocarlo por usurpador.
Para los comuneros sólo era una víctima de confabulaciones políticas. Ahora “parece otra”; interesada por las cosas, cuidada de su persona y persuasiva ante la Junta comunera que precisaba su rúbrica para validar sus actuaciones. Sin embargo, se niega a firmar nada.
Carlos I gana la partida y Juana volvería al cautiverio, ya muy deteriorada por la depresión y la invalidez. Hasta su amén, rigurosa en el vestido negro y acompañada por su hija Catalina, permaneció cuarenta y seis años prisionera. De sus carceleros, física y psicológicamente maltratadas.
Por la indiferencia religiosa podría estar endemoniada, sugirieron algunos prelados.Francisco de Borja la visita y declara sin fundamento esas acusaciones. De cualquier modo, murió negándose a la confesión. Se dijo que la demencia la habría heredado de su abuela materna. No obstante, la silente “revolución de los archivos” demostraría que sufrió de intriga paterna continuada por el retoño.
El romanticismo se fascina con la leyenda de esta princesa medieval: pasión frustrada por el desamor, los mórbidos celos, el dolor de su viudez, su inicua reclusión. Esa bancarrota emocional y pérdida de toda esperanza atrajo a pintores, desde el museopradista Francisco Pradilla, un tantico de Rembrandt hay en sus pinceles, hasta la contracultural Juanita Markez.
Y Federico García Lorca le brinda el festejo de una elegía en verso alejandrino:
Eloisa y Julieta fueron dos margaritas,
pero tú fuiste un rojo clavel ensangrentado
que vino de la tierra dorada de Castilla
a dormir entre nieve y ciprerales castos.
Granada era tu lecho de muerte, Doña Juana,
la de las torres viejas y del jardín callado,
la de la yedra muerta sobre los muros rojos,
la de la niebla azul y el arrayán romántico.
Princesa enamorada y mal correspondida.