Atisbando los laureles de la gloria, algunos han elegido el arduo y pedregoso camino de la literatura, del arte o de las ciencias. Otros, prefieren sendas más descansadas: como, por ejemplo, devastar a la manera de Eróstrato, ese joven griego que destruyera el templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo,
El desmedido e iracundo doncel, súbitamente habría vislumbrado que el espíritu superior es ardiente y seco. Modesto, dedujo que su alma era la más perfecta y sólo quería pregonarlo. Soy hijo de mi obra, y perpetuar mi nombre es el único móvil, confesó más tarde a sus captores.
Virtuoso y despectivo con las cortesanas, ofrecía su castidad a la diosa imaginando que ésta la aceptaba complacida. Un merodeador peligroso, se dijeron los custodios del edificio y lograron alejarlo a la periferia. Vivió entonces en una gruta, desde donde acechaba los candiles sacros.
Llegada su hora, felino y amparado por una oscuridad sin estrellas, Eróstrato sortea a la dormida guardia sacerdotal. Ya instalado en la recámara divina e impelido por un irresistible impulso –diría un penalista- puso fuego a la cortina que aislaba a la deidad. En pocos minutos el monumento sería alucinante resplandor anaranjado.
Se dice que esa misma noche, la del 21 de julio del año 356 A.C., nació Alejandro de Macedonia, también artífice de eternidades aunque por medios más laboriosos.
Ajusticiado Eróstrato, las ciudades jónicas prohibieron bajo pena de muerte nombrarlo de ninguna forma. Mas el runrún y los chismes sobrepasaron la interdicción, y la fama del pirómano no fenecería bajo las ruedas del tiempo. La psicología estudia un complejo con sus credenciales y en cualquier diccionario puede leerse, Erostratismo: “manía que lleva a cometer actos delictivos para conseguir reputación”.
Tampoco le ha sido esquiva la literatura. Víctor Hugo, consigna en uno de su poemas: “…Y el viento, que hace mucho soplaba en las Sodomas / Mezcla en el sucio hogar y bajo el vil caldero / Al humo de Eróstrato con la llama de Nerón”. Asimismo, en El gordo y el flaco de Chéjov, puede leerse: “Íbamos juntos a la escuela —repitió el flaco—. ¿Te acuerdas cómo te hacían rabiar llamándote Eróstrato por haber quemado un cuaderno oficial con un cigarrillo?”
Marcel Schowb escribió Eróstrato Incendiario, incluido en Vidas imaginarias; mágicas resonancias de ese libro pueden advertirse en la Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges. Por su parte, Fernando Pessoa suscribe Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad, ensayo que apenas disimula la impaciencia del poeta portugués por alcanzar el reconocimiento de sus contemporáneos.
Entre los filósofos, Jean Paul Sartre, fino y perspicaz explorador del alma, especialmente perfilando aquellas circunstancias extremas que nos obligan a decidir en completa soledad, le dedica Eróstrato, uno de los cinco cuentos incluidos en El muro.
Tragicómica semblanza de un oficinista misántropo, angustiado por el eros femenino y soñador de violentos crímenes al azar para “asombrarlos a todos”. Una sombría existencia que en su epílogo explotaría e iluminaría el mundo con una llama violenta y breve como el estallido del magnesio.
En ciento dos cartas enviadas a otros tantos escritores franceses, les pronosticaba:
Voy a tomar ahora mismo mi revólver, bajaré a la calle y veré si se puede lograr algo contra ellos. Adiós, señor; tal vez será usted a quien encuentre. Entonces no sabrá nunca con qué placer le haré saltar los sesos. Si no –y es el caso más probable- lea los diarios de mañana. En ellos verá que un individuo llamado Paul Hilbert mató, en una crisis de furor, a cinco transeúntes en el boulevard Edgard Quinet. Usted sabe mejor que nadie lo que vale la prosa de los grandes diarios. Comprenda, pues, que no estoy furioso; al contrario, estoy muy tranquilo y le ruego que acepte, señor, mi consideración más distinguida.
Al día siguiente, un despistado peatón recibe tres balas en el vientre. Cayó con aire de idiota sobre las rodillas y su cabeza rodó sobre el hombro izquierdo. Perseguido por una turba indignada, el insignificante Paul, encerrado en el baño de un Café pone el cañón del arma en su boca y se brinda la última bala …
Entonces arrojé el revólver y les abrí la puerta.
Sartre, cuya lectura y estudio fue un deber intelectual, luego tarea de especialistas y hoy parece lujo de eruditos, mantiene el mérito socrático de haber extendido la presencia de la filosofía hasta el corazón de la polis, a la calle, al café, al teatro, al cine y a la prensa. A los debates políticos en que una democracia arriesga o cimenta sus posibilidades y ventura.
Quizá la mayor incomodidad de los detractores del pensador francés, en particular los de raigambre católica, se origina en la conclusión de que el hombre es una “pasión inútil” y portador de la nada.
Algún tiempo atrás, en un sondeo realizado en Santiago sobre el autor de El Ser y la Nada, connotados catedráticos apostólicos no malograron la ocasión para expresar su molestia.“Verdaderamente hay que carecer de escrúpulos para calificarlo una de las lumbreras intelectuales de nuestro tiempo”, sostuvo uno. “Con su doctrina desesperanzadora y desesperada sólo ha contribuido a la desventura de los hombres actuales”, agregaría otro.
“Frente a un Descartes o Bergson, no es más que un pensador arrabalero”, remacharía un tercero.
Probablemente no le perdonan al existencialista parisino un pecado juvenil, de sesgo erostratiano: orinar sobre la tumba del ilustre René de Chateaubriand, El genio del cristianismo.