15 abr 2015

Un destilado endeble

Tiempo atrás, un escritor chileno se preguntaba si la Mistral usó alguna vez pantalones. Quizá no fuera más que un eufemismo para disfrazar desvelos del ambiente en torno a los entresijos amorosos de nuestra  Nobel.

Niña errante, epistolario entre Gabriela Mistral y Doris Dana, contiene en su preámbulo afirmaciones que erigen a su autor, Pedro Pablo Zegers, en  máximo detractor del lesbianismo de la laureada elquina. Solo habría una tierna amistad, con ella en “posición de maestra” y Doris de discípula y la varonil rúbrica “tuyo” no revelaría más que un ascendiente paternal y protector.

Cierta crítica se ha esforzado salvaguardando la imagen de la profesora rural cuya fallida maternidad se compensa alucinatoriamente en cantos y rondas infantiles, alejándola pudorosamente del torrente sáfico.

A esta comezón no escapa Jorge Edwards: “Pienso en las cartas de Gabriela Mistral a Doris Dana y creo que demuestran su enorme capacidad de amor, su riqueza emocional trágica, su imaginación desbordante, pero no puedo asegurar que la relación de la maestra con su discípula norteamericana, treinta y tantos años menor que ella, haya sido exactamente carnal. No creo que nadie pueda asegurarlo”.

Sepa Moya, cómo pudo Edwards ignorar esta declaración: “Te lo repito: yo no soy la bestia de mera calentura física que tú has visto en mí. (…) Pero eso no fue hecho por otra cosa, fue un amor violento de alma y cuerpo. Gabriela.”

Miriam Loebell en El sabor de la errancia soslaya esos recatos y tras un golpe de timón navega con desenfado por rumbos contrarios.

El tema no cambia: la Mistral y su empalme con Doris Dana, cuando ya premiada en Estocolmo vivió algún tiempo en México e Italia. La situación apenas se disfraza nombrándolas Luciana Morea y Doro o Dorothy. Loebell, apoyada en textos de Niña errante los reescribe recargando las tintas en la intimidad de las amigas.

Ahora, Luciana – Mistral galopará “sin bridas y sin estribos” por las praderas eróticas encandilando y cortejando a las jovenzuelas que se le pongan por delante. Infatigable sátiro o fauno más o menos consciente de tener ya poco hilo en la carretilla:

“Mijita, el amor es un estado de gracia. ¿De qué sirve pensar si durará diez años o unos minutos? ¡Vivámoslo!”

Ese derrotero muestra acaso lo más logrado de la narración. Viajes en barco, bailes, bebidas y algo de drogas expresan a esta Luciana, dama mayor y de posibles, como dicen los españoles. Y forzando límites y atardeceres de la virtud, vigilante e idónea en la complacencia de sus mancebas, asume la delantera en los avatares de la posición horizontal, ajena a los parámetros del convencional eterno femenino.

Por cierto, estamos lejos del perfil usual de esta “mujer nada de tonta” según la llamara un académico.

Sin duda, mucha carne y hueso tiene la Mistral de Loebell, tanta que pena su continente filosófico y político. Simplona, bordeando la cursilería en algunos incisos y absorta en las diligencias de Eros, la literatura parece no existir para ella. Ni tampoco sus amistades, tan importantes en el despliegue de su creación literaria. Roberto Matta se reduce a menos de una línea en las páginas de esta novela.

El mismo que la visitara cuando era consulesa en Lisboa: “Le vino como una especie de lástima de verme tan decangajado y entonces me invitó a almorzar, y como se hizo demasiado tarde me quedé a dormir. Y así estuve tres meses en su casa”.

“Es verdad que me enamoré de ella y le pedí su mano. Porque era muy buenamoza. Tenía unos ojos enormes y hablaba con gran dulzura. Me dijo que podía ser mi abuela y que mejor me callara”.

La vieja nortina, inmersa y recubierta por la dominante pátina hedonista,  despejada de sus afanes sociales, estéticos y políticos, pierde tonelaje transformándose en pura pasión; vulgar hembra tórrida y ardorosa.

Loebell, empleando la mayor parte de sus energías en el intento por desmontar la visión oficial mistraliana, desecha aspectos básicos. Sus “recados” sobre el trópico frío o las referencias bíblicas, por ejemplo: “La Biblia es para mí el libro. No veo como puede alguien vivir sin ella”.

O la prosa americanista de sus inquietudes sociales:

Yo deseo unas repúblicas futuras en que los motes tontos de rey del aceite o rey del azúcar, se dejen de mano para resucitar, en cambio, estos bellos nombres medievales: el Maestro del cuero, el Maestro del cáñamo o, si se quiere volver a las caballerías, el Caballero de la forja. Bueno será reemplazar algunas de tantas fiestas cívicas nuestras por festividades artesanas, la del hierro o la de los paños, la del choapino o el sarape”.

“En mi valle el hombre tomaba sobre sí la mina; la mujer labraba. Antes de los feminismos de asamblea y de reformas legales, 50 años antes, hemos tenido allá en unos tajos de la Cordillera el trabajo de la mujer hecho costumbre. He visto de niña regar a las mujeres a la medianoche, en nuestras lunas claras, la viña y el huerto frutal; he trabajado con ellas en la llamada “pela del durazno”.

Aunque desbarranca por esa sensualidad magra de espíritu que recubre a la suprema doña de nuestras letras, el relato se deja leer. Un asequible esfuerzo por sobrepasar el simil agrio y frugal heredado de algunos cultores mistralianos.

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