¿A qué edad habrá sido? Creo que 14 ó 15 años, esos libros que se venden en el océano de cemento oculto tras las miradas policiales en el Paseo Ahumada de un Santiago reprimido y dictatorial de los ochenta. Imprenta de tercera mano, papel cebolla, portada pintada a mano por mano proletaria.
“Las venas abiertas de América Latina”, en edición bien pirateada, como corresponde al bolsillo de un impúber del cuerpo pero a punto de reventar de rebeldía en el alma y la mente, que penetró en la América morena que nos pintó Galeano a sus 31 años, sembrando descubrimiento, sembrando convicción, sembrando rabia, y con todo eso procesado en el alma ahora más latinoamericana que nunca (buscando explotar en acción y compromiso), se convirtió finalmente en esperanza. Es decir, en vida.
¡Ay Eduardo, que falta nos hiciste antes de que adquirieras el compromiso enorme de pintar en unas centenas de páginas el hechizo de nuestra historia, un espejo que nos dio claridad desde la conquista de nuestros pueblos originarios hasta la explotación, a manos de los nuevos imperios, de las riquezas milenarias que costó tan poco extenuar salvajemente!
¡Y qué falta nos harás ahora, con tu poesía, tus crónicas, tu palabra siempre bella y urgente al mismo tiempo! Pero la palabra es eterna, estimado Eduardo. Tu palabra.
¿Cuántos latinoamericanos pasaron por tu voz, Galeano, en tu eterno viaje declamatorio en cuanta esquina se detuvo para escucharte? A mí me tocó en una comprometida Universidad Arcis en el Santiago iniciando la transición pos-tiránica, patio central del campus, repleto de jóvenes estudiantes de toda la ciudad, principios de los noventa. Recuerdo haberme puesto de pie cuando correspondió avergonzarte con nuestras preguntas apenas púberes.
Primero, mi insolencia típica, pachorra bromista de niño malcriado, declarando mi sorpresa sobre tu carencia capilar y canosa (risa explosiva de ti, Eduardo, con tu paciencia de maestro ante la brutalidad adolescente), y luego preguntándote emocionado, ¿qué eres Galeano? Pues de tus “venas abiertas” te habías olvidado por una hora maravillosa, prestándonos tu voz uruguaya tan uruguaya en tus poemas de sal, piel e indigenismo, de compromiso, ternura y sorpresa. ¿Quién eres Eduardo?, te pregunté directamente: ¿Poeta, cronista, cuentista, declamador? Te gustó la pregunta, te expandiste en los vericuetos de tu “yo” profundo por media hora (te disculpaste, recuerdo, por hacer un respiro largo en el camino y explayarte), y te definiste claramente: poeta.
¡Poeta, Eduardo!
Por eso tus “venas abiertas” no tienen por qué tener la fineza de los tratados académicos, o las arbitrariedades de las estadísticas frías de los econometristas tecnófilos, pues toda tu escritura, partiendo por ese libro revelador e inspirador, es una gran metáfora llena de vida y de verdades de la historia del hombre latinoamericano, una gran denuncia que le dio nombre a lo que sentíamos sin siquiera imaginarlo, a lo que sospechábamos por sobre la cloacas abiertas de nuestros barrios, tras la sequedad de nuestras calles polvorientas, tras el puño apretado que crispa el hambre y la frustración de la pobreza.
Le dio sentido a la marginalidad que nos rodeaba a millones, definió el subdesarrollo de nuestros padres, abuelos y ancestros, no como un paso al desarrollo ilusorio de los países del norte, sino que justamente como consecuencia nefasta de ese desarrollo de Europa y Estados Unidos, el llamado “primer mundo”.
Ya veinte años después encontraría en la catedral “sacrosanta” de la academia la definición precisa al mundo que te rodeaba en esa época de escritura de tus “venas”, la “Teoría de la Dependencia”, la que, sin saberlo, ayudaste a difundir no a través de la clave del intelecto elitista, sino simplemente, con la clave de iluminado del pueblo, simple, como la harina.
Así, construiste 500 años de historia como orfebre enamorado de su arcilla, como una gran parábola que le puso nombre a la miseria que nos llegó con la conquista, que nos chupó la riqueza de la tierra para enriquecer a otros lejanos en sus palacios europeos, primero, para luego crear los cimientos a imperios sucesivos que desde sus metrópolis extendieron sus tentáculos hacia cada rincón de nosotros, las colonias rebosantes de riquezas. Tras la debacle, atrás quedó el vacío, los indígenas mutilados, la tierra agotada, el llanto de los niños.
De conciencia de clase, pasamos a conciencia histórica, nos ubicó en un tiempo simbólico donde cabía el heroísmo, la esperanza y las convicciones con olor a madera y machete. Tu obra, querido Eduardo, a pesar de tu revisionismo reciente, honesto y autocrítico (una norma moral que nunca te abandonó), nos abrió el corazón, la mente y la voz, en una combinación explosiva que dio origen a nueva vida, nuevas sendas que se hacen eternas en el despertar constante tras la utopía, a pesar de las torturas, del capitalismo aberrante, las dictaduras y su infamia hasta ahora finita y fracasada.
Una nueva vida has sembrado en cada joven y anciano que se ha hinchado de idealismo tras leer tu obra, tus “venas abiertas”, tu poesía y tus crónicas iluminadas.
Muchas gracias, Eduardo Galeano, sembrador incansable de hombres y mujeres sensibles en el vasto horizonte de futuro de nuestra América morena.