Una odisea, un escándalo (como denunció muchas veces la prensa), amiguísimo, intervención política, una injusticia… Tales calificativos y muchos más ha recibido desde su nacimiento, en 1990, el más potente de los mecanismos para asignar platas públicas al desarrollo de las artes que ha existido en la historia de Chile.
Y allí está, sólido, sujeto a modernizaciones, a los avatares de la postulación electrónica, acusando los naturales golpes de un concurso que, por definición, premia a alrededor de un 10% de sus aspirantes. Es decir, sobreviviendo a las críticas de “los picados” que siempre son más que los satisfechos.
Pocos conocen que tuvo un antecedente bajo la dictadura. El entonces -1989- Departamento de Extensión Cultural del ministerio de Educación convocó a un primer concurso de proyectos, al que incluso asignó ganadores. Sólo que la autoridad olvidó crear la asignación presupuestaria correspondiente, otra de las múltiples sorpresas con que se encontró la hoy fallecida escritora Ágata Gligo cuando asumió como la primera directora de Extensión Cultural de la democracia.
Junto con resolver las urgencias de los ganadores sin fondos, Gligo encomendó al sociólogo Gonzalo Vío desarrollar un concurso “con glosa presupuestaria”, lo que se logró.
Más tarde, el 22 de octubre de 1994, cuando la abogada Nivia Palma era directora del fondo, apareció un titular del diario La Segunda: “Libro gay con platas fiscales”. El proyecto libro era Ángeles Negros, de Juan Pablo Sutherland y había recibido financiamiento a través del Fondart.
La directora señaló entonces: “El Estado no puede determinar los contenidos éticos ni estéticos del arte porque en nuestra sociedad democrática son las mujeres y los hombres libres quienes enjuician las obras”.
Así se fue consolidando un concepto hasta entonces desconocido: que eran pares quienes asignaban recursos públicos a los proyectos que presentaban los creadores. Con ello se evitaban las críticas a las arbitrariedades que al respecto pudieran cometer los gobiernos con recursos de todos, estableciendo el principio, universalmente aceptado, de la “distancia de brazos” entre los creadores y quién asigna los recursos.
El sistema, además contempla mecanismos de apelación para argumentos de abierta injusticia e incluso ha habido casos en los que el Directorio Nacional ha modificado resultados como aconteció con un proyecto del Parque Cultural Villa Grimaldi que había sido rechazado por razones técnicas. La señal fue que aún la técnica debe tener un límite: el respeto irrestricto de los derechos humanos.
El tiempo y las necesidades fueron creando nuevos fondos vinculados a las industrias culturales -editorial, audiovisual y música- y diversificando el fondo central hacia becas, pasantías, infraestructura, gestión y otras. Incluso se intentó, con los Fondos Bicentenario, incursionar en proyectos más dilatados en el tiempo que un año. Nace entonces el concepto de Fondos Concursables, sucesor del Fondart original.
Son esos Fondos Concursables, así, como paquete, los que según anuncia la Ministra Barattini serán sometidos a una reingeniería. Bienvenida sea, luego de 25 años de existencia. De hecho, casi todas las políticas públicas en cultura que son sus contemporáneas han sufrido modificaciones.
La Ley de estímulos tributarios, mal llamada de Donaciones Culturales (nadie dona nada, sólo empresas descuentan tributos, asignan a gastos la inversión en cultura y pueden divulgar ampliamente su buena obra), ha sufrido a lo menos dos grandes ajustes: el primero junto a la ley que creó el CNCA, el 2003; luego los cambios que introdujo el gobierno de Sebastián Piñera.
La Ley del Libro y la Lectura acaba de experimentar una fuerte actualización que está a punto de darse a conocer; la única política de inicios de los 90 que permanece prácticamente sin cambios es aquella que obliga al Estado a invertir en infraestructura cultural; desde el primer caso, el Centro Cultural Estación Mapocho (1991/1994) hasta los flamantes teatros regionales, pasando por el MIM, el GAM, el Museo de la Memoria, Matucana 100, el Regional del Maule, el CCPLM, el Parque ex Cárcel de Valparaíso. A la inversa, se le han agregado responsabilidades como aquella del fondo del patrimonio, nacido al amparo del 27/F.
Por tanto, sólo debiera extrañar que esta reingeniería no viniera antes, lo que se explica por la amplia satisfacción que en general tiene el mundo de los creadores con el mecanismo y la inexistencia de un sistema mejor para asignar recursos públicos.
Los cambios debieran venir entonces por establecer la posibilidad de que los concursos permitan asignaciones más permanentes; por ampliar la posibilidad de postulaciones ciegas,-sin conocer el nombre del postulante; por asegurar la difusión de las obras premiadas; por combinar virtuosamente esta divulgación con la programación de los múltiples centros culturales existentes nacidos simultáneamente con los fondos concursables; por dar más puntaje a aquellos proyecto que provienen de las regiones, de los pueblos indígenas o simplemente a aquellos que tienen menos alternativas de obtener recursos privados o de la taquilla.
Lo que no puede ocurrir es que con excusa de la reingeniería se retorne a la antigua política de las asignaciones directas del gobierno, que cambiarán con cada elección.
Es verdad que, en tiempos de grandes reformas, la cultura no ocupa la vanguardia de las mismas, quizás porque su institucionalidad dialoga con la democracia mejor que aquellas -como la educativa, la laboral, la electoral o la previsional- que nacieron al calor de la dictadura.
Ello no implica que se la deba blindar a los cambios, sino sólo que éstos deben ser bien pensados y -a lo menos- con un nivel de participación semejante sino superior al que aconteció cuando se crearon.
Parece lógico.