Sin duda el séptimo arte debe a Stanley Kubrick espléndidas creaciones, como Senderos de gloria, Lolita, Odisea del espacio 2001, Barry Lindon, El resplandor o La naranja mecánica; aunque algunas de ellas fueran impugnadas por sus inspiradores. Así por ejemplo, Stephen King dijo que El resplandor es la única adaptación de sus libros que odia. Y otro tanto ocurriría con La naranja mecánica, basada en el relato homónimo de Anthony Burgess.
Esta novela, escrita en jerga nadsat -mezcla de ruso, cockney y otras palabras inventadas por el autor- es narrada por Alex, carismático líder juvenil cuyos placeres van desde escuchar a Beethoven hasta ejercer la ultraviolencia, con variados matices intermedios.
“Estábamos con mis drugos, Pete, Georgie y el Lerdo, en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques decidiendo qué podríamos hacer esa noche. Teníamos los bolsillos llenos, no había necesidad de tolchocar a algún anciano, ni de hacernos los ultraviolentos con alguna starria tembleque y canosa en una tienda. Pero, como se dice, el dinero no es todo en la vida.”
Establecido ese austero principio, inician sus actividades armados con temibles cachiporras, salvo el Lerdo o Dim, forofo de las cadenas. Apalean a un anciano borracho; sacuden a la cuadrilla de Billy Boy; roban un auto y lo conducen a gran velocidad deteniéndose frente a una residencia que ostenta el letrero Home.
La confiada dueña de casa abre la puerta y los drugos enmascarados irrumpen arrollando al escritor Frank Alexander que atónito e impotente verá cómo violan a su esposa; en el interín, inmisericorde, Alex lo patea cantando Singin’ in the rain.
Días después, el gurú decide dar más libertad a sus compinches; entonces, Georgie explica el plan de visitar a una ricachona amante de los gatos. Acordada la operación, Alex se introduce por una ventana y mofándose de la acosada matrona la aturde con un voluminoso objeto artístico.Antes de huir de la policía que se anuncia con estruendo de sirenas, Dim, desagraviando recientes ultrajes, rompe una botella de leche en la cara del jefe dejándolo inerme.
La vieja de los cotos había pasado a mejor vida. Parece que se me pasó un poco la mano, discurre el displicente asesino, prontamente convicto. Durante el segundo año en la cárcel convence al capellán de que se ha reformado estudiando la Biblia; luego, un ministro le ofrece la libertad condicional si acepta el tratamiento Ludovico, terapia experimental de factura pavloviana destinada a combatir el crimen aliviando de paso la congestión carcelaria.
Inyectado con un fármaco, debe mirar la proyección de crueles escenas y soportar feroces humillaciones. En conclusión, el dolor que le provoca cualquier forma de violencia lo deja incapaz incluso de defenderse. Tampoco puede oír la Novena Sinfonía, ambientación musical de la tortura curativa.
Alex ya no puede ser violento. Vuelve a casa pero sus padres lo han reemplazado por un huésped. Amilanado, deambula por la ciudad. Encuentra al viejo borrachín del comienzo, quien con otros vagabundos le brindan un resentido escarmiento; lo salva la llegada de dos agentes, Billy Boy y Dim. Éstos continúan la solfa abandonándolo medio muerto en un apartado lugar.
Arrastrándose y comatoso llegará a la Home. El literato, postrado desde el asalto y viudo (su señora se ha suicidado), lo auxilia generosamente. Mas cuando canta I’m Singing in the Rain lo reconoce y decide vengarse colocando a gran volumen la Novena.Alex, desesperado, salta por una ventana pero sobrevive.
En el hospital vuelve a ser el mismo. El ministro lo visita ofreciéndole trabajo si apoya al partido conservador, desprestigiado su intento de suicidio y el tratamiento Ludovico. Alex, anticipando su regreso a las antiguas prácticas, se ve en una fantasía surreal copulando con una fémina en la nieve, aplaudido por personajes victorianos; de fondo musical, la Novena.
Hasta ahí el filme parece fiel al texto y a su espíritu. ¿Dónde está el problema, entonces? En el último capítulo, el número 21, símbolo de la sensatez y del derecho a voto, que el editor neoyorkino eliminó en la tirada norteamericana del libro por considerarlo demasiado optimista. Burgess pudo negarse, pero… necesitaba el anticipo.
Kubrick sólo disponía de esa versión. ¿Qué ocurre? se pregunta Burgess: mi joven criminal ha crecido y la violencia lo aburre; reconoce que la energía puede emplearse mejor. La violencia juvenil carente de talento constructivo, destroza cabinas telefónicas, roba autos y los choca y, por cierto, destruye personas. Hasta que se fastidia.
En la novela, alega, hay crecimiento. La película, en cambio, es alegoría pétrea y vil del carácter humano que obliga a conclusiones antropofóbicas. El hombre tiene libre albedrío, y elección moral. Si no puede ejercerla será una “naranja mecánica”, un juguete al que otros (Dios, el Diablo o el Estado) darán cuerda.
En ese epílogo, con nuevos compañeros roban y golpean a un hombre, pero él no se divierte y los abandona. Al encontrarse con Pete felizmente casado, descubre que necesita una familia para llenar su vacío: estaba madurando.
“Ahora, en el final de esta historia, ya no soy joven. Alex ha crecido, oh sí.Pero donde vaya ahora, no podéis acompañar al viejo drugo buscando odinoco una compañera. Pero ustedes, oh hermanos míos, recuerden alguna vez al pequeño Alex que fue. Amén.”
La virulencia y crueldad de la cinta llegaría a inspirar crímenes en Inglaterra. Por eso, Burgess, cuya mujer, en 1944, fuera violada en calles de Londres por cuatro soldados estadounidenses, escribe: “Kubrick facilitó a los lectores malinterpretarlo, y el malentendido me seguirá a la tumba. No debí escribirlo. De buena gana lo repudiaría, pero no puedo. Y probablemente sobrevivirá, mientras obras mías más valiosas muerden el polvo.”
Fue la causa del conflicto entre ambos. Y aunque resulte comprensible el enojo de Burgess, muy dudosa es su creencia en el mero paso del tiempo como solución al problema de la delincuencia juvenil. Sólo deberíamos esperar a que nuestros precoces lanzas y asaltantes modifiquen su conducta, cuando sean mayores de edad.
Quimeras de novelista.