En este retirado entorno insular que se llama Chile, donde las noticias del mundo civilizado siempre llegan con años y hasta siglos de retraso, algunos personajes públicos vinculados a la filosofía se han puesto a discutir sobre si es o no legítimo ser ateo.
Esto, dejando de lado el retroceso a la Edad Media que tal disputa denota, se parece mucho a las discusiones que se entablan entre paisanos en las plazas de provincia en las que se cruzan argumentos acerca de si el león o el tigre es el rey de los animales. Si un pensador alemán o francés se enterara de tales encontrones quedaría asombrado ante la utilización tan eficaz que hacen los intelectuales chilenos de la máquina del tiempo.
Con el ánimo de aclarar un poco las cosas – por supuesto, dentro del total escepticismo que tengo en relación con la lucidez de mis congéneres – desearía informar que el tema de Dios y del ateísmo, tal como se entiende en las discusiones citadas, hace ya tiempo que ha dejado de ser tratado por los filósofos serios. En el campo del pensamiento ha ocurrido exactamente lo mismo que en todas las demás realidades que caracterizan nuestro mundo.
No es que se crea o no en dios, simplemente se prescinde de él. Es lo que Nietzsche quiso mostrar con su famosa frase “Dios ha muerto”. No se trata de un pronunciamiento en contra de dios o de los creyentes, que seguirá habiéndolos mientras el hombre siga viviendo sobre la tierra. Es simplemente un modo de llamar la atención sobre algo que en realidad todos sabemos, pero que pocos asumen en sus radicales consecuencias.
Y es que el dios en nombre del cual los reyes dictaban sus leyes, el dios que le daba identidad a sus pueblos, el que castigaba con dureza a quienes lo desobedecían, el dios en nombre del cual se hacían las guerras, el dios que no permitía la increencia y la castigaba con cárceles, torturas y muerte, ese dios, ya no está más, ha desaparecido de la escena, como un actor que ya nada tiene que decir, que ya no participa de la acción y que se ha retirado tras las bambalinas.
Lo cierto es que la religión desde hace ya mucho tiempo se ha transformado en un asunto de mera creencia, es decir, en un asunto que depende más del que cree que del objeto de creencia. Lo que uno crea o no crea es una cuestión personal, nada más. Se puede creer o no creer, da lo mismo.
Eso no altera mayormente las relaciones humanas, no tiene incidencias en los negocios o en la bolsa, no juega un rol determinante en los amores, o en la ciencia o en la técnica. Hasta en la política creer o no creer tiene baja incidencia. Conozco demócrata-cristianos ateos y socialistas o comunistas, cristianos. Tal vez hoy día los únicos verdaderos cristianos sean los comunistas.
Por eso, la polémica suscitada sobre el ateísmo es totalmente anacrónica. Y por eso, fuera de lo curioso que resulta que de pronto un tema como este salga a la palestra, nadie le presta mayormente atención. Puede decirse que en esta circunstancia, hasta la declaración de ateísmo resulta fuera de lugar.
Es tan poco lo que dios importa, que darse el trabajo de definirse con respecto a él resulta un despropósito. Ateos y creyentes conviven en nuestra sociedad sin que nadie se de mucho cuenta qué puede significar esta definición para quienes la hacen. Así como se puede ser creyente de muchas maneras, lo mismo se puede ser ateo con diferentes connotaciones.
Para los filósofos hace ya mucho tiempo que definirse de este modo ha perdido sentido.Del mismo modo ocurre en otras disciplinas. Enterarse de que el descubridor de la penicilina, o el inventor del teléfono celular era ateo o creyente puede ser una curiosidad que sirva para entretener a los amigos en una comida, pero es algo bien poco relevante si se tratara de relacionar este hecho con dichos descubrimientos.
En la filosofía, donde los argumentos de autoridad no tienen ninguna vigencia, participar de un credo resulta más bien sospechoso. Heidegger decía que una filosofía cristiana era algo así como decir “fierro de madera” y Bertrand Russel se tomó el trabajo de explicar minuciosamente en un libro lo incoherente que le resultaba relacionar el cristianismo con la filosofía. Sartre, que le gustaba posicionarse ante todo, cayó en la trampa de definirse como un filósofo ateo.Wittgenstein pasa por místico aunque su definición de dios como “sentido de la vida” resulta bastante atea.Pero da lo mismo, la obra de ningún filósofo contemporáneo la juzgaremos tomando en cuenta sus creencias.
Por supuesto, estas cosas todavía no se saben en Chile. Aquí todavía se muestran públicamente creencias intolerantes, para las cuales el ateísmo pareciera ser considerado como una suerte de enfermedad, más que un posicionamiento legítimo frente al gran enigma que es la vida.
El periodista argentino Lanata hablando de Chile contaba que una de las cosas que más lo había asombrado en su viaje a Santiago era que en nuestra ciudad pudiera haber todavía una calle con el nombre del fundador del Opus Dei. La influencia de las ideas extremistas en cabezas por las cuales jamás ha pasado ni pasará ninguna duda tienen amplia cabida en los medios en que se ha llevado esta polémica, y lamentablemente todavía influirán durante bastante tiempo en nuestro país.
Frente a ellas, parece que lo único que los filósofos debemos hacer es repetir incansablemente la famosa frase de Stendhal: “La única excusa que tiene Dios es que no existe”.