El claro triunfo de Michelle Bachelet en las elecciones presidenciales va acompañado de la expectativa de abrir un nuevo ciclo en la vida política de nuestro país, después del largo período inaugurado por el plebiscito de 1988 y que, a pesar o quizás debido a los éxitos, culmina con un evidente agotamiento del discurso político de la estabilidad y con instituciones que, más que funcionar, crujen por los cuatro costados.
El nuevo ciclo político ha puesto en el centro los temas culturales. En efecto, la naturaleza de las cuestiones que hoy están en la expectativa de la gente no son tanto económico –sociales como culturales.
La reforma del sistema educacional, el fin de la discriminación, el respeto de las identidades étnicas, la participación de las regiones, el matrimonio igualitario, una nueva constitución, son todas proposiciones que hacen a una nueva manera de vivir juntos más que a los temas que dominaron el pasado reciente.
El discurso político por ello se llena de referencias culturales y cobra cada día mayor relevancia lo que ocurra con las políticas culturales: la educación, por ejemplo, aspecto central del nuevo ciclo, si bien requiere de cambios institucionales profundos en sus formas de financiamiento y en su modelo de gestión, no puede mejorar si no recuperamos la situación del libro y la lectura, en que muy pocos leen por placer y muchos no comprenden lo que leen.
El programa de la presidenta Bachelet propone con razón que un nuevo ciclo en cultura tendría que poner el acento en el acceso, la participación y la formación de vastos sectores que hasta el presente se sienten excluidos, pero buscando su vínculo fuerte con el patrimonio del país y la creación artística de calidad.
La única manera de hacer aquello es fortaleciendo las instituciones culturales y los mecanismos –como la lectura- por medio de los cuales las personas se apropian del conocimiento.
Lo que no puede seguir ocurriendo en este nuevo ciclo es que los museos no tengan los recursos para preservar, restaurar y dar acceso público a sus colecciones, que los centros culturales comunales no tengan el personal calificado ni los recursos para programar sus actividades; que los escasos cuerpos estables de danza y música se sostengan en la precariedad; que las campañas de fomento de la lectura sean invisibles; que los libros carezcan del valor social y simbólico que se les debe.
En el nuevo ciclo la institucionalidad deberá reformularse. La separación de lo patrimonial y lo creativo (la DIBAM y el CNCA) ha afectado la coherencia de las políticas y el mejor aprovechamiento de los recursos. Es claro que los centros culturales comunales no tendrían porqué ser sólo centros de artes escénicas, sino que debieran incluir espacios para bibliotecas y salas para exponer las artes visuales.
La televisión, por otra parte, no debe quedar ajena a una política cultural que busque mejorar su calidad y relevar su aporte a la formación cívica y cultural de nuestra gente.
El programa del nuevo gobierno de Bachelet promete duplicar los fondos disponibles para cultura, del mismo modo en que ya lo hizo en su gobierno anterior.
Ello es una buena noticia porque implica que se podrá dar un apoyo más sustantivo a las instituciones culturales y a los creadores de excelencia, sacándolos del círculo de la precariedad y de la subordinación de los procesos creativos a la lógica de los fondos concursables anuales.