En estos días de noviembre, se conmemora el centenario de Albert Camus, célebre escritor francés, nacido en Argelia el 7 de noviembre de 1913 y trágicamente fallecido en un accidente de tránsito el 4 de enero de 1960.
Ganador del premio Nobel de Literatura en 1957 y autor de una vasta obra literaria, compuesta por clásicas novelas como “El extranjero” o “La peste”, obras de teatro como “Calígula” o “Los justos”, y ensayos filosóficos como “El mito de Sísifo” o “Reflexiones sobre la guillotina”.
Siendo un ciudadano de a pie, no especialista en literatura ni menos un profesional de la filosofía, confieso que se me hace cuesta arriba escribir esta columna.
Sin embargo, la circunstancia de haber nacido en un país latinoamericano como Chile, que fue escenario de las grandes masacres del siglo XX, particularmente durante la Guerra Fría, sumado a mi alto interés por el acontecer político, tanto nacional como internacional, y mi radical defensa de la libertad de pensamiento y discusión, me he visto en la obligación (moral) de rendir tributo al autor de uno de los ensayos filosófico-políticos, que mayor influencia ha tenido en mi visión de la vida social y política, “El hombre rebelde”.
Se trata –como lo calificó Octavio Paz- de “un libro profundo y confuso, escrito de prisa”, publicado por primera vez en 1951, tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, donde Camus reflexiona sobre el concepto de la rebelión, que para él no tiene más sentido que dentro de nuestra sociedad occidental.
Sociedad donde nace el individualismo, entendido como autocreación y autotransformación del individuo a través de sus propias decisiones, contra la sujeción o interferencia de un tercero, que ejerce sobre los individuos una dominación basada en una autoridad preexistente, legitimada por un pretendido “orden natural”.
Pero la rebelión no se constituye como un movimiento egoísta. No es una negación meramente caprichosa de la autoridad, sino una pretensión de reconocimiento, reflejada en los demás individuos: la afirmación de una condición de igualdad y de libertad que le es común a todos los seres humanos, y que por ser ésta universal, sólo puede ser posible a través de un esfuerzo mancomunado, que reconozca ciertos límites, claramente amparados en una “comunidad natural” de derechos y deberes.
A este respecto, dice Camus: “El esclavo se subleva por todas las existencias a un tiempo cuando juzga que, bajo este orden, se le niega algo que no le pertenece únicamente a él, sino que es un ámbito común en el que todos los hombres, incluso el que lo insulta y lo oprime, tienen dispuesta una comunidad”.
En consecuencia, “la solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebeldía, y éste, a su vez, sólo haya justificación en esta complicidad.” “Me rebelo, luego existimos”.
Nuestro autor recorre diversos episodios de la era moderna en que la rebelión comienza a desprenderse de su sentido originario de solidaridad universal, hasta desembocar en una revolución mundial que la niega y la aniquila.
Así, en el ámbito que él denomina metafísico, el hombre se rebela contra su condición y la creación entera y una vez que Dios ha sido destronado, se asume como un ser solitario que busca desesperadamente, incluso a costa del crimen, aquella unidad que “algún día” permitirá a todos los hombres ser dueños de sí mismos a través de sus propias leyes.
En medio de la tensión entre la negación de la absurda condición humana y la afirmación de los límites de la acción humana, la rebelión metafísica se inclina por la negación absoluta o por la afirmación absoluta. Surge el nihilismo: ese esfuerzo irracional de crear un nuevo orden por todos los medios posibles.
De este modo, se impone el reino de la desmesura, llamada también extremismo, donde la omnipotencia de Dios es sustituida por la del César.
Se crean los grandes edificios utópicos, basados en las denominadas “leyes de la historia”, que desarraigan al individuo y a la sociedad de la responsabilidad de sus actos propios en nombre de un dogma fundacional, llámese “superioridad racial” o “espíritu nacional”, o “lucha de clases”… Abriéndose paso al terrorismo de Estado, ya sea en su modalidad irracional (fascismo y nazismo) o racional (leninismo y estalinismo).
Y aunque Camus reconoce que ambas clases de terrorismo de Estado no son equivalentes –el fascismo “no ha soñado nunca con liberar a todo el hombre, sino tan sólo con liberar a algunos subyugando a los otros”; mientras que el comunismo, “en su principio más profundo, apunta a liberar a todos los hombres esclavizándolos a todos, provisionalmente”-, ambos totalitarismos son promotores de las “técnicas privadas y públicas de aniquilamiento”.
En este asfixiante clima de horror, que fue la vida política del siglo XX, plagada de campos de concentración, donde la negación del otro a través del genocidio, la ejecución extrajudicial, la desaparición forzada, la tortura y la censura, se ha constituido como “medio legítimo” de esta fría guerra entre fines absolutos, para los cuales “no es posible hacer tortillas sin romper huevos”, Camus nos invita a replantearnos una vieja pregunta, ¿el fin justifica los medios? “es posible”, nos responde.Pero acto seguido nos invierte la pregunta: “¿qué justifica el fin?”
Para los feligreses de las “leyes de la historia” (los colectivistas de todos los partidos) o de algún otro fin absoluto, como las denominadas “leyes del mercado” en detrimento del libre desarrollo de la personalidad (los mal llamados “neoliberales”), la respuesta queda pendiente.
En cambio, para quienes defienden el sentido originario de la rebelión, cual es la solidaridad basada en esa “comunidad natural” de derechos y deberes, son los medios los que justifican el fin.
Porque tal como dijo sabiamente el gran escritor Aldous Huxley, “el fin no puede justificar los medios, por la sencilla y clara razón de que los medios empleados determinan la naturaleza de los fines obtenidos”.
De ahí la importancia de la virtud de la mesura, entendida como equilibrio de los contrarios, en la proyección de nuestras aspiraciones colectivas.
Porque –parafraseando nuevamente a Camus- cuando el fin es absoluto, “se puede ir hasta sacrificar a los otros”, pero cuando no lo es, “sólo se puede sacrificar a uno mismo, en la apuesta de la lucha por la dignidad común”. Martin Luther King fue un claro ejemplo de esto último.
Y esta defensa de la mesura es el llamado que nos hace Albert Camus en su magistral ensayo, “El hombre rebelde”, que he traído a colación cuando se cumplen cien años de su nacimiento.
Hoy, cuando Chile y gran parte del mundo han recobrado el temple de no rehuir del conflicto humano, sino de asumirlo como elemento constitutivo de la vida social, y hacerse cargo de el, en gran parte gracias a la labor independiente de los movimientos sociales, el llamado de Camus a la mesura recobra también su más plena actualidad, porque tal como dijo Octavio Paz, “la mesura consiste [justamente] en aceptar la relatividad de los valores y de los actos políticos e históricos, a condición de insertar esa relatividad en una visión de la totalidad del destino humano sobre la tierra”.
Sólo así podremos rebelarnos contra la ignominia de la opresión y de la desigualdad, sin caer nuevamente en la tentación nihilista de la desmesura y su correlativa justificación de la tiranía.