Baudelaire mediante, todo cerebro bien conformado contiene entre sus circunvoluciones el cielo y el infierno.En otras palabras, un hombre correctamente articulado será contradictorio, paradojal, antitético. A contrapelo consigo mismo, vivirá afirmándose y negándose constantemente.
No es tarea fácil soportar esa tensión, y creo que Rolando Cárdenas lo conseguía disolviéndola en su particular ironía personal. Así era posible que el más esplendente optimismo y el pesimismo extremo anidaran en su espíritu: Marx y Schopenhauer. Siempre me intrigó su preferencia por un cóctel tan extraño.
¿Cómo se las arreglaba para conjugar dos verbos tan dispares? ¿Por qué?
Obviamente, no pudo ser ajeno al iluso de Tréveris o “barbón de marras” como lo llamaban en la Academia de Dawson, para no alarmar a la guardia. Fue un hombre de su tiempo y, como todos nosotros, creyó en la Utopía. Más que eso fue un militante. Y cuando lo llevaron al Estadio Chile, hoy Víctor Jara, el primer día de nuestra “saison en enfer”, tenía como los viejos tercios el carnet del “glorioso” en el bolsillo superior de la chaqueta.Afortunadamente no lo registraron antes de ponerlo en libertad.
De dicho carnet nunca se desprendió, dicen algunos amigos. No hay constancia ni importa mucho la anécdota, salvo para ilustrar su inalterable estirpe doctrinaria.Porque pese al naufragio teórico, a la caída del Muro, al colapso de los llamados socialismos reales seguiría inmutable en su posición. Como esos viejos chilotes aferrados a sus lanchas veleras.
Ahora, en cuanto al gran misántropo, lo atraía qué tras esos aciagos discursos.
Sería porque si Dios existe está ciego; o porque el lema de la historia debería ser: lo mismo pero de otro modo; o comprendió con el maestro que las cosas sólo duran un momento y se precipitan hacia la muerte, que juega con nosotros como el gato maula; o que el refugio final para el hombre es el suicidio; o porque el entusiasmo del artista permite olvidar las zozobras y compensa el sufrimiento y la soledad, pues el placer supremo está en la creación.
Algo de esto hubo en su interés por el inmenso amargado. Así lo creo por conversaciones y actitudes suyas. Puede ser.Pero, por mucha admiración que tuviese por el filósofo nunca compartiría su idea de que las mujeres no son ni siquiera un mal necesario y que mientras menos las tratemos es mejor.
No, eso no, “jamais de la puta vie” como decía la sin par Nana Oyarzo, su compañera, mujer y dulce enemiga durante varios lustros. Para Rolando, mezcla chilena de Tenorio y Otelo, las mujeres fueron obligatorias, estímulo y provocación de su vitalidad y alegría de vivir: “descuido muy cuidado / descanso muy cansado”.
Tenía pinta de jinete pero comía a modo de obispo. En sus buenos tiempos era asombroso verlo frente a una parrillada. Bohemio impenitente, bebía como un húsar y tenía fama de curado. Muy probable, y además qué importa si hasta el invierno es beodo según Rubén Darío.
Mas a pesar de esos laureles y las dificultades del momento logró titularse de Constructor Civil, desmintiendo el aura de buenos para nada otorgado gratuitamente a los contertulios de la Unión Chica.
Antes que nada poeta. Un talentoso poeta en quien confluían en unidad infrecuente una serie de cualidades. Ciertamente tuvo defectos pero a otros dejamos esa búsqueda. En esta breve alusión vale destacar su invariable sentido del afecto, la musicalidad: voz y guitarra, su simpatíay buen humor en general, con mención en chistes de salón.
Suele decirse que el temperamento melancólico es propio de quienes se distinguen en poesía o arte.Aunque en su gesto había más que simple melancolía, algo misterioso, hierático, reservado e impenetrable.
Como si fuera guardador del secreto que dio fuerza y orgullo a pueblos australes de los que apenas quedan rastros y cuyas apagadas voces se advierten en su poesía.Las voces de sus antepasados.Seguramente por eso amaba Los nómades del mar, el maravilloso libro de Joseph Emperaire.
Su fin fue duro. No escapó al sino trágico y mísero de muchos escritores y poetas nacionales. Pero hemos querido recordarlo en los aspectos más cordiales y expresivos de su persona, que tuvimos la fortuna de conocer a través de tantos años.
La vasta, vaga y necesaria muerte no lo aguardó en remotas playas de oro, como en el poema de Borges, sino en el desolado departamento de la calle Teatinos.Verdaderamente triste, solitario y final, aunque sea manida la fórmula.
Deja, sin embargo, el indesmentible encanto de sus espacios poéticos donde la tierra viaja circundada por el mar, plena de rumores, leyendas, sombras y silencios,pájaros y caprichosas topografías, de soledades y fantasmas, de arboladuras, navegantes y naufragios, de frágiles nómadas que se extinguen confundidos con la bruma, de precursores que en sus propias islas conversan sobre las cosechas, y de mágicos frutos invocados para encontrar todos los rostros en el definitivo regreso a la ciudad perdida.
A quienes fuimos sus amigos nos queda, además, la añoranza de sus afanes y sus días. Su imagen querida, indispensable, familiar, y el deseo de oírlo cantar una vez más Nido gaucho o Un hombre de la calle, por ejemplo.Como él mismo señalara:
“Es bueno comprender que estamos hechos de recuerdos,
Un poco de tiempo que crece sin escucharnos
Y de muchas cosas que no comprendemos”.
Nota de la E. Este texto, con variantes, fue escrito por el autor de esta columna, en el libro OBRA COMPLETA, Ediciones La Gota Pura, editado por Ramón Díaz Eterovic, con apoyo del FONDART, en 1994.
Rolando Cárdenas Vera, hijo de un pastor ovejero y domador de caballos oriundo de Chiloé, nació en Punta Arenas, el 23 de marzo de 1933 y falleció en Santiago, el 17 de octubre de 1990. Libros publicados:Tránsito breve. En el invierno de la provincia. Personajes de mi ciudad. Poemas migratorios. Qué, tras eso muros. Vastos imperios.