La vida está llena de contradicciones. Y se encarga de mostrárnoslas de las formas más brutales posibles.
Como el Papa del siglo XVI justificaba la invasión de América y la dominación de los indígenas como una justa causa para salvar las almas de los indios. Como la ultraderecha chilena que se presenta ahora como partido político popular y defensor de la democracia y de los oprimidos.
Pero volvamos a lo nuestro.
El rock.
Como lo comenté en la columna anterior, aparentemente el diablo metió su cola y a través de una de sus herramientas favoritas (el dinero) satanizó o dicho de otro modo, se apoderó de todo.
De hecho, se ha apoderado de casi todos los espacios de la vida. Todo vale, se traduce, se pesa y se mide en dinero. Hasta las expresiones que parecen más contrarias al dinero, como la música punk y el rock. Los precios de las entradas de los grandes conciertos dejan en evidencia que hasta los rockeros más rebeldes y antisistema, deberemos rendirnos y tomar créditos para poder pagar nuestro “gustito”.
Y claro, los próceres del rock and roll como Ozzy Ozbourne y Gene Simons (Kiss) ya habían dejado en evidencia que se habían “vendido” al mercado. Lo que resulta muy gracioso pues ambos habrían querido mostrarle al público que le habían vendido el alma al diablo, que eran satánicos, pero de verdad.
Cuando en realidad lo que hicieron, sí fue venderse, pero de otro modo, se vendieron al mercado.
Los dos tienen sus propios programas de reallity show que son éxitos de audiencia y alargaron sus carreras hasta más allá de lo imaginable y se convirtieron en unos ancianos decrépitos millonarios destrozados por los excesos, que apenas logran moverse. Aburguesados. Llenos de dinero e hinchados como cerdos.
Es por esos que los más rockeros, los más extremos o los más estrictos si prefieren, fuimos corriendo la vara hacia el rock más duro.
Primero fue Metallica, pero también fueron acusados de venderse cuando sacaron un video clip para su canción One del álbum And Justice for All en el 87. Y todos nuestros gigantes caían uno tras otro, frente al diabólico poder del dinero. Salvo Slayer.
Claro, Slayer no transaba nada. Cada vez era más extremo, más violento, más preciso y más rápido. El aspecto de Kerry King y Jeff Hanemann lo dejaba en evidencia. Lo suyo era pura violencia. Y los ritmos enloquecedores de la pareja latina Araya y Lombardo, hacían que cada vez que íbamos a ver a Slayer, nos asegurábamos que ahí no había comercio posible. Ahí no habían concesiones.
Un disco como Reign in Blood, de menos de 30 minutos de duración con sus 11 temas que es hoy en día un clásico del metal. Canciones como Angel of Death, Altar of Sacrifice, Postmortem, Criminally Insane y por cierto Raining Blood, ya son parte de la memoria colectiva del metal. La imagen de los cuatro miembros de Slayer tocando cubiertos por una lluvia de sangre está grabada en la mente de todo metalero de tomo y lomo (míralo en youtube).
Cada año nos sorprenden con títulos como God Hate Us All, Show no Mercy, Mandatory Suicide, South of Heaven, Silent Scream, Spill the Blood, Season in the Abyss, Christ Illusion y el último, World Painted Blood, han hecho historia en estos 30 años de carrera musical. De irreverencia y actitud.
Por eso, todos sabemos que cuando te enfrentas a un concierto de Slayer sabes que vivirás 90 minutos de velocidad y violencia extremas. Ahí no hay mercado, ni comercio, no hay transacción posible. Sólo cabe la rendición total.
Entonces vuelven las contradicciones.
Porque la banda que se ha mostrado al mundo como líder de la brutalidad musical, pura, intocable y al margen de toda clase de negocio, se ha revelado como una más de este mundo. Y para mayor contradicción, en Chile. Acá en el final del mundo y el paradigma del mercado salvaje.
Porque fue en Chile cuando Dave Lombardo, su histórico baterista cubano, se enteró de la forma en que se partían los dineros al interior de la banda y no quedó satisfecho. Pidió peritajes contables y sonaron amenazas de juicios y abogados. Y entonces la cosa comenzó a oler a azufre.
Aparecieron los abogados y la carta de despido y la banda de amigos californianos formada en la Bay Area de San Francisco allá por 1980, entre marginados y rebeldes que mezclaron el heavy metal con el punk rock y que son los creadores del trash metal, se transformó en una empresa, una compañía internacional que despide, contrata, reparte utilidades y costos.
Con la muerte de Jeff Hanemann uno de los más virtuosos y subvalorados guitarristas del rock pesado, la banda original quedó reducida a la mitad. Seguramente la contratación de Gary Holt (ex Exodus) y de Jon Dette (ex Testament) no causará mella musical y la banda seguirá siendo lo que es: una mole de velocidad y violencia, indestructible.
Pero esto deja en evidencia, algo que tal vez sospechábamos, que Slayer sí es una banda satánica.Pero en otro sentido, porque Slayer está en poder del diablo, pues se ha transformado en una empresa, una corporación internacional.
Aquello que era sacrosanto y libre de mácula, la pura expresión del espíritu a través del rock, resultó comprado y prostituido por el poder del dinero. Que al final está en todos lados.
Y bueno, pese a esa constatación, siguen las contradicciones, porque igual, aunque todos sabemos esto, vamos a ir a gozar con Slayer que representa la lucha contra el sistema.
Aunque sea parte de el.
Así como los políticos de la ultraderecha que ahora dicen que defienden la democracia y quieren protegernos de los grandes empresarios abusadores, como los sacerdotes que rezan por nuestras almas mientras violentan a menores de edad, como los enemigos políticos que se detestan desde siempre ahora aliados para alcanzar el poder. Aunque sean los mismos de siempre los que nos prometen que ahora sí van a cambiar el mundo.
Los mismos de siempre.
Esta vez, me rindo. Y seré víctima de mis propias contradicciones, porque aunque sea una empresa internacional, y le rinda culto al dinero, estaré esa noche moviendo mi cabeza al ritmo de Slayer. Ah, y pagaré mi entrada a crédito, para rendirme al mercado.