Cuando la tuberculosis reclamó esta ilustre víctima en Badenweiler, los jóvenes escritores alemanes, aunque muy influidos por la gran ficción rusa, casi no conocían al autor del Tío Vania.Según Thomas Mann, por el afán de imitar a los grandes novelistas, Balzac o Tolstoi. En cambio, Chejov (1860- 1904) sólo se reducía a las mínimas magnitudes del cuento que cualquiera podía trazar.
Asimismo, esas narraciones carecían de hechuras heroicas.
Es posible que fuera ignorado, además, por la sobriedad y permanente duda hacia sí mismo; nada había de mandarín literario, sabio o profeta, en su púdico desapego de lo altisonante, de las metas finales de la humanidad y otros elevados asuntos.
Después de visitar Sajalín, abreviatura del infierno para los presos políticos de la época, acotó, “consideraba la Sonata a Kreuzer, de Tolstoi, un enorme acontecimiento; ahora, me parece tonta y absurda”. Los modos imperiales lo ponían nervioso. “¡Qué el diablo se lleve la filosofía de los poderosos de la tierra, son tan despóticos como los generales porque están convencidos de su impunidad!”
Nacido en Taganrog, al sur de Rusia, fue hijo de un tendero, violinista e ínfimo pintor de imágenes sacras que, al quebrar el negocio, se refugió de los acreedores en Moscú.
Las veleidades artísticas del padre, fracasadas en los dos vástagos mayores, tempranamente malogrados por el alcohol, fructificarían en Antón, eximio cronista llamado a reflejar la oscuridad de su tiempo.
Desde muy joven, con ingenio y destreza para divertir, salvaba el tedio provinciano con sátiras sobre diáconos, sargentos, obtusos maestros de escuela o funcionarios policiales. La obra posterior conservaría mucho de aquellas burlas, elevándose de lo ridículo a lo excelso, con sus “hombres taciturnos”, bebedores aficionados o profesionales, incapaces de un trabajo productivo, que no saben qué hacer con su existencia.
Se graduó de médico en Moscú: “La medicina es mi esposa; la literatura, sólo mi amante”.Escasa libertad había en esa Rusia vigilada con un sombrío sistema encabezado por Alejandro III, zar receloso de la ciencia y la razón, y cuyos argumentos para conservar el orden eran la opresión y el temor.
Tras el pseudónimo de Antoscha Chechonte y con el fin de ganar dinero firmaba prudentes ironías en diarios y revistas. Sólo quería entretener, mas algo brotaba en aquellos esbozos; lo alegre y divertido podía ser amargo y triste, desnudando con sorna los fraudes sociales, ese no sé qué era literatura.
Y tanto se desarrollaría en esta despreocupada prosa, que Gorki sostuvo: “Chejov no ha sido superado como estilista y es uno de los creadores del idioma ruso con Pushkin y Turguéniev”.
Alguien le escribió, “Querido señor, posee usted un talento extraordinario. Sería una tragedia que continuara disipando sus condiciones en mezquinas chácharas”. Antón responde: “Estoy confundido y si poseo alguna capacidad, le confieso que he adoptado una postura frívola y superficial en mis publicaciones…”. Fue el fin de Antoscha Chechonte. Entonces, los personajes se vuelven pasivos y carcomidos por el desaliento.
Inolvidable es la apertura de La gaviota:
“¿Mascha, por qué va usted siempre vestida de negro?”
“Llevo luto por mi vida, soy una desgraciada.”
El teatro chejoviano, casi sin argumentos, lleno de préstamos, usura, ruina económica, y cuyos incidentes más notables –duelos, suicidios- ocurren fuera de la escena, apenas tiene acción, disimulada por bailes y conversaciones triviales e incoherentes. Así resalta ese aspecto de la sociabilidad burguesa, no hablar de cosas desagradables, velarlas y olvidarlas, si se puede.
Ignorando la enfermedad, mediante narraciones entretenidas rehuía el sentido de culpa por carecer de “una idea central”.
Escribió cerca de seiscientos cuentos, algunos con aires de novela corta. Es el caso de La sala N° 6, cuyo doctor, idealista sin poder, habla de la Belleza y de la Idea en un hospital falto de termómetros. Enfermo por la estupidez y maldad del mundo, se hace tan amigo de un loco magnético, que lo consideran orate y termina encerrado. Es una impecable alegoría de la autocracia.
Los lateros de siempre, le reprocharon “falta de actitud y de juicio moral” por negarse a conclusiones y mensajes. Aun así, las atmósferas sugestivas, insinuaciones sutiles, siguieron siendo los acordes dominantes en aquella música bromista. “La razón y la justicia me dicen que hay más humanidad en la electricidad y el vapor que en la castidad y el vegetarianismo”.
El humor lo salvó de ser catequista. Sin gritar, decía a sus contemporáneos,¿también a nosotros? “Señoras, señores, vivís de mala manera”. Y sonreía con prudencia, posiblemente pensando en los entretenimientos sin alma, la falta de comunicación y autenticidad en las relaciones humanas.
No conocía a Marx y de los proletarios sabía poco, sin embargo en Los campesinos registró las congojas y miserias de los desposeídos. Mas el blanco favorito fueron la nobleza y los intelectuales que, disfrazados de profesores o lumbreras, le parecían torpes, descorazonados e impasibles.
Previó cambios inminentes en Rusia y confió en “una verdad y felicidad más altas”. No obstante, un personaje suyo, temprano ecologista, advierte con poética exactitud: “Los bosques rusos crujen bajo el hacha, perecen millones de árboles, se vacían las moradas de los animales y de los pájaros, los ríos pierden profundidad y se secan …”
En Crimea pasó sus últimos años. Quizá los mejores, por el matrimonio con Olga Knipper, éxitos teatrales, su amistad con Gorki y la esporádica compañía de Tolstoi. Se alegró como un niño al ser nombrado miembro de la Academia de Ciencias de San Petersburgo. Aun así, cuando el autor de La madre y mis universidades fue expulsado por ideas políticas, Chejov renunció.
En El jardín de los cerezos, auténtico testamento espiritual, ilusionado y nostálgico de futuro pese a tener fama de pesimista, ratifica la aspiración a un teatro con nuevas formas y contenidos para evitar la rutina, el prejuicio y la chabacanería reinantes.
Tanta vulgaridad abrumaba a quien creía que nadie puede ser verdaderamente culto si hace un rito del vodka, aparenta, y carece de simpatía por los mendigos y los gatos.