Cada año y por unas horas, Valparaíso, ciudad históricamente diversa, agrega a su dificultosa condición de capital cultural de la República un par de condiciones adicionales que la vuelven aún más atractiva y paradojal.
Ocurre en las cercanías del 21 de mayo cuando el Poder Ejecutivo en pleno, con Presidente, Ministros, fuerzas especiales de Carabineros y escuadrones de presentación de las fuerzas armadas se trasladan hasta el Congreso Nacional con ocasión de la cuenta del gobernante.
Paralelamente y en las mismas horas, nerviosos escalones de marinería, en Plaza Sotomayor, confían en que la autoridad alcance a terminar su discurso antes de la hora señalada por la campana de Prat y la Esmeralda: las doce y diez, para recibir los honores correspondientes junto a la tumba del héroe y sus acompañantes.
Pero esta condición de capital política y naval, adicionada a lo cultural, comienza a prepararse con antelación. Uno o dos días antes, esta vez fue el domingo 19, desde los cerros porteños, se escuchan redobles de tambores, y agudas notas de pitos y cornetas de las bandas que encabezan a cada uno de las decenas de establecimientos educacionales que, vistiendo sus mejores galas, se dirigen hasta la Plaza Sotomayor para entregar su propio homenaje a Prat y los suyos, seguidos de ansiosos padres y hermanos que aprovisionan a los marchantes con subrepticias calugas, superochos y bebidas.
Será una larga jornada que termina, caída la noche, con los desfilantes exhaustos ingresando a sus respectivas aulas al sonido del tambor.
Entre tanto, han recorrido innumerables calles de la ciudad y desplegado su paso más marcial frente al héroe. Es una tradición muy anterior a la del Congreso, con sólo algunas décadas en Valparaíso, que igual se apresta a recibir parlamentarios e invitados especiales de todos los poderes del Estado, para honrar no a un héroe, sino a un ciudadano común que luego de cuatro experiencias como ésta, volverá a serlo.
Mientras una decena de otros ciudadanos alistan sus mejores argumentos para sucederlo.
Compartiendo con esta tricapitalía, las artes no cejan. El mismo domingo 19, mientras las calles se llenaban de aires militares, las iglesias Luterana y Saint Paul, ofrecían sus habituales conciertos de órgano, sólo que en el caso de la Anglicana, se recibió una visita excepcional, el compositor y organista alemán Hans -André Stamm, que visitaba Chile y se encantó con el órgano donado por la Reina Victoria, al que hizo sonar como pocas veces se ha escuchado en los habituales conciertos de los mediodías dominicales.
El 21, la música deviene en cañonazos, precisamente 21, que despiertan a una ciudad inquieta, que acoge a miles de otros marchantes, esta vez los de banderas rojas y consignas estudiantiles y obreras salpicadas por enseñas verdes del Santiago Wanderers, un imprescindible en Valparaíso.
En el cerro Florida, entretanto, la Octava Comisaría, enfrentada a La Sebastiana de Pablo Neruda, acoge a centenares de carabineros venidos de otras regiones para evitar que la ciudadanía con sus desmesuras interrumpa el ritual político.
En otro cerro cercano, Ministras y Ministros se retratan -siempre como si fuera la última vez- junto al Presidente que luego se erige en un antiguo auto descapotable que avanza al cadencioso ritmo de su escolta de caballería y otros tambores que lo aguardan frente al Parlamento.
De pronto, todo se funde en un único exclusivo propósito: el improbable deseo de que el Mensaje Presidencial considere y plasme en ley, institución o bono sus más queridas aspiraciones. En ese lapso, todos los chilenos somos iguales. Hasta que termina el discurso y explotan los gritos de los manifestantes, los chorros de agua y gases de la policía y las enconadas críticas y exageradas alabanzas a los dichos.
Como si se aguardara un milagro abortado, 185 palabras agrupadas en 4 párrafos vuelven a la realidad a quienes, desde la cultura, asistieron a este rito republicano.
“Una sociedad de valores requiere una cultura libre, diversa y participativa. Por eso estamos desarrollando un ambicioso Plan de Infraestructura, que incluye la rehabilitación de cinco teatros regionales: Iquique, La Serena, Rancagua, Concepción y Punta Arenas. Y hemos pasado de tres centros culturales el año 2009 a 27 en la actualidad, y hay 24 más en etapa de diseño o construcción.
El programa Red Cultura, que ya está en plena acción en 172 municipios a lo largo de Chile, tiene por misión llenar esos nuevos espacios de la cultura con arte, cine, literatura, música, baile y todas las demás expresiones de nuestra cultura.
Hemos aumentado en un 30% los fondos públicos para promover nuestra cultura y este Congreso acaba de aprobar la Ley de Donaciones Culturales, que amplía tanto los receptores como los donantes y fortalece y flexibiliza sus mecanismos para promover y alimentar más y mejor la cultura de nuestro país.
Y hace pocos días enviamos a este Congreso el Proyecto de Ley que crea el Ministerio de Cultura y Patrimonio y una nueva y moderna institucionalidad cultural”.
Nada nuevo, todo viene desde hace años y bien que se profundice. Sólo acomete una duda: si se esgrime como balance de una administración en cultura programas creados, impulsados y evaluados favorablemente por un Consejo Nacional de la Cultura y las Artes que ha sostenido una cultura “libre, diversa y participativa”, ¿por qué se pretende modificar esta institucionalidad?
Se dirá que se requiere mejorar la institucionalidad patrimonial. Y esa es una buena razón, sobre todo para Valparaíso, que terminó la intensa jornada del 21 de mayo enterándose, por TVN, que el principal patrimonio histórico naval del país es desguazado sistemáticamente por piratas y ladrones frente a las costas y bajo 45 metros del mar de Iquique.
Si las entidades patrimoniales del país se comprometen con iniciativas como convertir a la Esmeralda en un museo como el reflotado Vasa de Estocolmo -que se auto financia y mantiene otros dos museo navales suecos- podríamos estar navegando en aguas menos procelosas para el patrimonio nacional.
Es que hay mucho discurso con poco sentido y mucho sentido dando vuelta que merece ser convertido en relato.
Finalmente, la cultura y el arte consisten en eso, contar hermosas historias, sea en un libro, un cuadro o un escenario.