Gentleman of fortune o caballeros de fortuna llamaba John Silver, el Largo, a quienes abrazaron la Ley de la Costa ingresando a la intrépida, esforzada y cruel congregación de los piratas. Individuos sin Dios ni resquemor de la muerte, se dice.
En realidad, de todo producían esas viñas: desde el piadoso, abstemio y elegante Bartolomé Rogers, hasta Edward Teach, apodado Barbanegra, y su costumbre de asesinar de vez en cuando a alguno sólo para no olvidar quien era. Pasando por Mombars, “el Exterminador”, convencido lector del padre Las Casas que ingresó a la hermandad para castigar las atrocidades españolas cometidas contra los indígenas. O el diabólico Olonés, descuartizado vivo, asado y devorado por la tribu kuna en las costas del golfo de Darién.
Singularísima es la figura de Alexandre Olivier Exquemelin, el médico de los piratas, quien en las páginas de su libro Piratas de América, escrito después de algunos años en “la carrera”, hizo un deslumbrante reportaje sobre las prácticas y costumbres de la cofradía, amén de un testimonio de curiosidad por el mundo natural y la antropología que a ratos sobrepasa el nivel científico de su época.
Aunque suene extraño, en estas sociedades de amigos del crimen, como diría el divino marqués, imperaban un cierto orden, voluntariedad y democracia.
Antes de hacerse a la mar advertían los términos del embarque. Para empezar, cada uno debía llevar su propia pólvora y balas. Reunidos en consejo determinaban dónde robar las vituallas, principalmente cerdos y tortugas, sin descuidar el imperativo ron; sustento que se distribuía según el utópico principio social de “a cada cual según su necesidad”; es decir, de capitán a paje, tomaban lo que querían. De igual modo se elegía el rumbo a seguir.
Puestos en onda previsional acordaban las indemnizaciones, tasando en pesos y esclavos las pérdidas de ojos, brazos o piernas. Estos subsidios eran deducidos del capital obtenido, y el resto se dividía en partes iguales.Los esclavos provendrían de los prisioneros tomados durante las travesías.
Juraban solemnemente no tomar subrepticiamente nada para sí, y si alguno fallaba era en seguida separado de la grey.
En el reparto final, las cuotas de los muertos en la empresa serían guardadas por sus amigos para entregarlas a los legítimos herederos, a su debido tiempo.
Entre ellos eran muy liberales, si uno quedaba en la miseria era generosamente socorrido por sus hermanos. Con los taberneros gozaban de mucho crédito, prueba de que pagaban religiosamente sus deudas.
Entregados al disfrute de sus trofeos, en un par de semanas podían gastar dinerales en vino, licores, naipes y mujeres. Bares y rameras absorbían la mayor parte de esos haberes adquiridos con tanto riesgo.
Curiosamente, algunos ocultaban tras su ferocidad e independencia, un marcado espíritu burgués, bastante ajeno a la canción de Espronceda: “Que es mi barco mi tesoro / que es mi dios la libertad”. Así, un tal Pedro el Grande, luego de capturar una gran presa española se dirigió en el mismo navío a Francia, declarándose rentista. Tampoco hizo mal en tal sentido el irlandés Morgan.
¿Existió mano femenina en este oficio de espanto y latrocinios?
Prima vista diríase que no porque la mente supersticiosa de esos emprendedores traducía como fatalidad la presencia de faldas a bordo. Sin embargo, hubo mujeres en la piratería, diestras en el tejemaneje marinero, en el comportamiento con tripulaciones brutales y el abordaje de barcos bien provistos.
Y ejercieron la arriesgada profesión codeándose con la flor de aquellos impulsivos varones.
John Rackam, joven y audaz galán, contrajo matrimonio con Ana Bonney, volcánica irlandesa hija de “buena familia”. Se embarcó con ella, y Ana no sólo no fue un estorbo para las andanzas del marido sino que peleó como el mejor de sus camaradas. En aquella nave se encontraba otra filibustera, Mary Read. La misma que solía decir: “Ser pirata no es para cualquiera, es preciso ser un hombre de valor, como yo”.
Cuando fueron prendidos por la armada española, los “caballeros” procuraron salvarse huyendo a las sentinas. Las dos campeadoras, insultando a sus compañeros por la deserción, permanecieron en cubierta defendiendo el puente. Finalmente, todos terminarían presos y sentenciados a la horca, sin clemencia alguna para las damas. No obstante, el embarazo de Mary Read le valió la postergación del castigo.
Poco tiempo después, en un patíbulo de Jamaica, le correspondería “danzar en el aire con pie ligero” (Óscar Wilde).
Más próspera y longeva, fue Madame Ching. Belicosa viuda, de sonrisa carcomida y ojos adormecidos, que devastó el litoral chino liderando una flota de seiscientos juncos tripulada por más de cuarenta mil leviatanes. Para mantener la moral y las buenas costumbres dispuso un estricto y púdico estatuto, con la pena máxima acechando desde sus concisos preceptos.
“El comercio con las mujeres arrebatadas en las aldeas queda prohibido sobre cubierta; deberá limitarse a la bodega y nunca sin el permiso del sobrecargo. La violación de esta ordenanza es la muerte.”
Fuentes dignas de confianza aseveran que el rancho consistía principalmente en galletas, ratas cebadas y arroz cocido, y que en los días de combate, bebían pólvora mezclada con alcohol.
Después de acosar al imperio con victorias coronadas por enormes incendios y fiestas pavorosas, la viuda se rindió, buscando el ala protectora del emperador Kia-King. Obtenido el perdón, dedicó su sosegada vejez al contrabando de opio.
Hoy, estas novelescas luchadoras comparten la gloria de navegar en la Historia Universal de la Infamia, espléndida embarcación diseñada en los astilleros del enciclopédico poeta del barrio Palermo. Admirables oponentes de esa obstinada pretensión patriarcal que ha querido hacer de la mujer una forzada militante de la cocina, los niños y la iglesia.
Küchen, kinder und kirche.