Acaba de terminar la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, con Chile como país invitado de honor, y es hora de mirar por encima del ruido glamoroso.
Cualquier opinión podría ser válida sobre la opción estética de la instalación que albergaba los libros chilenos, pero es indiscutible el impacto visual que incitaba al ingreso. Incluía cien de lo más variopinto de nuestros escritores, mesas temáticas diversas, nueve grupos musicales aclamados por la audiencia mexicana, Nicanor Parra por doquier, y una generosa muestra gastronómica con una regada comida para 700 personas, memorable para los habituales.
El Gobierno de Chile, artífice de la invitación y organizador de la muestra, se la jugó entero por hacer algo potente y también por llevarse aplausos y réditos.
Lamentablemente, los editores -que seleccionaron y aportaron los veinte mil libros que dieron contenido y razón a la muestra- fueron los convidados de piedra de las actividades oficiales programadas por la delegación chilena. Una prolongación de la invisibilidad a la que se relega al libro puertas adentro desde un feo asomo del espíritu avasallador de quien paga manda.
Dos millones de dólares parece ser el costo de esta proyección de la imagen-país y de la avanzada diplomática sobre México. Es de agradecer, y ejemplo a imitar, que estas performances tengan a los libros y a la cultura como tema central de la “marca” Chile.
Mérito indiscutido de nuestros autores, artistas y de nuestra cultura en general por la que se nos admira y conoce en el mundo.
Particularmente en México donde la antigua entronización de Neruda, Mistral, Gonzalo Rojas, y otros muchos históricos de nuestra literatura, abren paso hoy a los admirados Lemebel, Gumucio, Meruane, y una larga lista de nuevos exponentes de nuestras letras, cuyos libros fueron arrasados por lectores mexicanos en el pabellón chileno.
También en este proceso de construcción de lectores hay que darle reconocimiento a los editores chilenos que han hecho posible estos libros y que durante veinte años han concurrido a esa feria exponiéndolos y construyendo lazos con sus pares mexicanos. Al ver menoscabado su rol, con justa razón se sintieron los parientes pobres de la muestra.
Los editores chilenos tenemos muy claro que la Feria del Libro de Guadalajara ha llegado a ser la primera del mundo de habla hispana por la voluntad y el apoyo pleno de la Universidad de Guadalajara, institución educativa pública del Estado de Jalisco, que visionariamente consideró a la cultura y al libro como una inversión y no como un gasto incómodo de los presupuestos generales.
Abrigamos la esperanza que nuestras autoridades gubernamentales, que concurrieron en nutrida delegación a Guadalajara, hayan comprendido este concepto y no continúen pensando que las ferias del libro son instancias comerciales que deben autofinanciarse, y a lo más participar de azarosos fondos concursables para sostener sus programas culturales.
Es dable y legítimo consignar que con un dinero similar al invertido por el Estado chileno en Guadalajara, se podrían montar veinte ferias del libro en distintos lugares del territorio nacional, en los más apartados, donde no hay librerías y bien sabemos cómo el contacto con un autor y sus libros irradia el culto de la lectura. Sin duda, presupuesto semejante podría construir muchos lectores, la especie más escasa que tenemos en nuestra República.
También es de esperar que este roce internacional con el mundo de los libros les haya hecho caer en cuenta a nuestras autoridades del potencial que tiene la industria editorial chilena, la más desincentivada de la región, la que soporta la peor carga impositiva, y de las pocas que no operan en el marco de una política de Estado para el libro y la lectura.
Bastarían un par de cambios, de homologaciones con la industria de otros países (a elegir, desde Perú a Francia, desde México a Estados Unidos), para provocar un despegue.
Cambios que se esperaron pacientemente y no llegaron. Ahora, de no surgir algún anuncio sorprendente, ya entramos en tiempos de presidenciables y nuevas promesas. Parece que las instituciones del libro y la lectura en Chile estuvieran condenadas a la administración de la rutina.
La expedición a Guadalajara seguramente es una misión de país bien cumplida y es importante que se haya realizado vía libros y autores. Lo que quedará en términos de internacionalización de los mismos es un misterio que el tiempo desentrañará, y nos dirá cuántos nuevos autores chilenos serán editados o distribuidos en México. Si habrá un antes y un después de esta misión, o simplemente será el recuerdo de un festival cultural chileno realizado con dispendioso presupuesto.
Lo que sí está claro es que todo este empeño y luces no alcanzan para pagar el porcentaje más ínfimo de la deuda interna que el Estado de Chile tiene con el libro y la lectura.
Confiemos que al menos alcance para imitar los buenos ejemplos.