El día 01 de septiembre próximo se celebran 73 años del inicio de la Segunda Guerra Mundial y deseo rendir un homenaje en esta ocasión al valeroso pueblo polaco que fue capaz de enfrentar casi inerme al imperio de los mil años del Partido Nazi.
La batalla que inició la Guerra fue Westerplatte, al Norte del Danzig (Gdansk para los polacos) en la desembocadura del Río Vístula.
Allí un puñado de polacos, no más de 200, comandados por aquellos elegantes oficiales, de apellidos honorables, Sucharsky y Dabrowsky, el día primero de septiembre resistieron la furiosa embestida de 1500 soldados alemanes del Heimwehr bajo el mando del general SS Friedrich Eberhardt, respaldados además por 225 infantes de marina a la orden del teniente Henningsen, apoyados por los cañones del crucero Schlewig-Holstein, fondeado a la cuadra de la desigual batalla.
Sin embargo, luego de vibrantes contra-ataques que mataron más de 100 soldados alemanes, los infantes de marina sobrevivientes, envían al comandante de la operación, Gustav Kleinmangs, en el puente del crucero Schlewig-Holstein el siguiente mensaje “verluste zu gross, gehen zurruck”, (demasiadas pérdidas , nos retiramos).
Y así durante siete días de sangriento martirio, los bravos polacos de siempre, la mayoría cristianos, fieles amantes de su martirizada patria que a la sazón, luchaba por no desaparecer como pueblo, como historia, como nación creyente en Jesucristo, se enfrentaban valerosamente al diktat de dos demonios encarnados, como fueron Hitler y Stalin que postulaban la inexistencia de una Polonia soberana.
Al 2 de septiembre, aparecieron a juego perdido, una escuadrilla de 60 Stukas, bombarderos que lanzaron más de 100 bombas sobre las castigadas pero todavía indomables tropas polacas que continuaban resistiendo los cobardes ataques alemanes por aire, mar y tierra.
Al séptimo día de septiembre, luego de agotar la munición, los sobrevivientes polacos, comandados siempre por los oficiales Sucharnsky, Dabrowsky y Pajak, de elegante kepis de 4 esquinas, rinden la plaza ante el contralmirante Klein Kampf, seguramente un junker de aquellos, quien caballero y marino, en un resabio de antigua nobleza militar que no se repetiría jamás en las batallas siguientes de aquella guerra infame, ordena presentar armas a las tropas alemanas ante el paso digno de los soldados polacos que se rendían con la dignidad de los leales. Varsovia ya estaba cayendo ante el demoledor ataque de la blitzkrieg.
Eran las 11.33 del 7 de septiembre de 1939.
Terminaba con honor la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial.
Honor polaco de siempre.
Tal como el rey Juan Sobieski , que a la cabeza de sus tropas polacas y a las puertas de Viena paró a los Turcos Otomanos, a finales del Siglo XVII.
Tal como la valiente carga de la caballería polaca contra los tanques del invasor, al inicio de la guerra.
Tal como los cien mil oficiales del ejército polaco, asesinados alevosamente por las tropas del partido comunista de Rusia en el bosque ucraniano de Katyn, según lo reconoció el propio Gorbachov.
Tal como nuestro Papa Juan Pablo II, que arrastrando su cuerpo doliente, con su voz balbuceante, sus pobres manos artríticas, sus heridas de bala, su angustia por una humanidad descreída y facilista, fue capaz sin embargo en un raudal inagotable de fe en Jesucristo, llevar la paz a muchos pueblos, entre otros el nuestro, el chileno, pues creemos que muchos de nuestra generación, hemos vivido gracias a él.
Por todo ello, Honor a Polonia y Gloria a Jesucristo, aunque suene políticamente incorrecto y su nombre sea anatema para el materialismo triunfante de estos duros tiempos que corren.