En el habla chilena una “chiva” es una mentira, un embuste, y en términos sociológicos universales un “chivo expiatorio” es alguien que paga por las culpas colectivas.
Es un mecanismo conocido en muchas comunidades el señalar a un hombre o a una mujer como el responsable que se debe sacrificar para re-establecer el orden; casi siempre los chivos expiatorios emergen en momentos de violencia, anomia o desestructuraciones sociales, y también en periodos en los que el poder desea entronizarse (no olvidemos la construcción por parte de los nazis de los “judíos” como portadores de males que había que eliminar, cargando una culpa ontológica (étnica en este caso) por la cual debían pagar y que el nazismo se encargaba de hacer punir reproduciendo con ello su poder ).
Hoy día asistimos a la configuración perversa de la presidenta Michelle Bachelet como el “chivo expiatorio” del descalabro que vivió toda la sociedad chilena y sus instituciones cuando el terre-mare-moto del 2010 asoló nuestra zona centro sur.
Es casi de manual antropológico el modo en que se diseña a esta emblemática mujer como la causante de las muertes ocurridas en el sismo.
Esta operación simbólica tiene un plano obvio en la manipulación política, en tanto busca destruir el prestigio de la presidenta (la única mujer en Chile en acceder a ese sitial y con una enorme aprobación ciudadana a su gestión) y con ello tratar de mitigar la amenaza que significaría su eventual re postulación al gobierno. Eso es lo más evidente.
Sin embargo tras esta maniobra hay otros niveles que se ocultan al simple análisis.
El primero se relaciona con el imaginario de la “mala madre”, Bachelet es la madre que dejó a sus hijos (a los huachos/as) abandonados a su suerte y por ello debe pagar.
Tras esto emerge otra dimensión, la psíquica, que coloca la muerte (simbólica) de la madre –también la del padre- como necesaria para el desarrollo del hijo(a), y, por último, se asoma en la maniobra el gesto femicida que corona las estructuras del dominio masculino en la sociedad contemporánea.
Convertir a Bachelet en “chivo expiatorio” supone colocar a toda la comunidad contra ella y así producir la unión (nacional) en torno a su expiación.
Con ello sería posible olvidar otras “culpas” y no cuestionar o más bien negar y ocultar problemas nuestros más estructurales.
Por ejemplo, el de las fallas en la transmisión transgeneracional de las experiencias telúricas (por suerte los mapuches aún relatan el mito del Kai Kai y Ten Ten que alerta sobre los maremotos y la salvación huyendo a los cerros); el de los saqueos como parte no solo de un “desbocamiento” en momentos de caos, sino de una conducta ligada al fetichismo del objeto que nuestra chilenidad de mercado propicia incansable (la conducta japonesa al respecto pone de manifiesto que la cultura –y no “el animal que llevamos”-es la base de la actitud ante un desastre natural); el de la contradicción entre lo que promovemos como autoimagen (el país exitoso, con mayor tenencia de TIC y parque automotriz) y lo que somos (el día del terremoto todo falló, las instituciones más eficaces de la guerra no pudieron controlar nada). Y así podríamos seguir.
La imagen de la Presidenta culpable entonces es un muy buen argumento para la trama de un poder que necesita perdurar, pero un asunto que al destaparlo, buscando todos sus pliegues, hace emanar un dejo de podredumbre y de cinismo porque juega con víctimas (los muertos y sus deudos) y victimarios (la Presidenta y su equipo).
Nadie en una experiencia como la que vivimos espera que el (la) jefe de un Estado diga qué hay que hacer, y que omnipresente nos dé ordenes de colocarnos en los dinteles o huir despavoridos; espera, por cierto, que luego de la catástrofe su presencia restituya la ruptura del orden social.
Esta construcción del “chivo-expiatorio Bachelet” nos infantiliza como país: los niños (los huachos) culpan a la madre de sus propios males (esto es algo típico de la chilenidad: si los hijos son drogadictos o enfermos o malos estudiantes, es culpa de la progenitora), ella no nos dijo cómo teníamos que actuar, ella no tenía conocimientos sismológicos, la madre no ejerció su función “divina” y trascedente.
El procedimiento, sin embargo, puede perder su eficacia porque no toma en cuenta un factor determinante: la sociedad chilena no necesita un chivo expiatorio porque no está ni fracturada ni hambrienta, y tampoco está dispuesta a asesinar a la madre, la madre no es el problema, es más bien el poder del padre que, desesperado, quiere borrar la potencia de una silueta femenina que de manera inquietante adquiere otros dominios.
De allí entonces que se arme esta “chiva” que sin duda, no logrará resolver el duelo social (como no lo pudo hacer la Teletón pos terremoto) ni reparar las pérdidas (tangibles e intangibles), justamente porque se enuncia como embuste y faramalla y no como gesto reflexivo y elaboración colectiva de lo sufrido.