Hace algunos días la prensa consignó que en Punta Arenas recayó el noble título de la mejor picá de Chile, en donde los comensales pueden disfrutar de unas exquisitos Choripanes con Leche con Plátano. No soy quien para dirimir si, efectivamente,es la mejor del territorio nacional.
No dudo de la calidad culinaria del establecimiento escogido, pero claramente la gastronomía destacada creo no es la más representativa de la cocina autóctona de esa zona de nuestro país. Es como si me dijeran que el local más representativo de Lima es una pizzería, puede que las haya muy buenas, pero que lejos estaría del imaginario cultural del Perú.
Este hecho demuestra – a mi juicio – lo absurdo de la idea del Consejo Nacional de la Cultura, de echar a competir distintos locales tradicionales que tienen un valor en sí mismo, y que sus parroquianos disfrutan tranquilamente sin preguntarse quien es el mejor.
¿Es necesario dilucidar esa cuestión? ¿A quien disfruta de una Chorrillana en el Jota Cruz de Valparaíso le interesa averiguar si es mejor que un sabroso Terremoto del Hoyo?Sinceramente creo que no.
Por el contrario, quienes amamos los locales con tradición y personalidad propia sentimos que cada una de ellos tienen un valor en sí mismo, ajenos a los vaivenes del mercado, por eso sentimos tanto la transformación del Dominó. En esos lugares se respira compañerismo, complicidad, solidaridad e historia, capaz incluso de resistir el enjambre del turismo.
¿Por qué entonces hacerlos competir? Honestamente no se entiende. Sobre todo cuando ellos representan la resistencia a la competitividad de mercado y viven en su propio ritmo.
No tienen promociones ni cajitas felices, casi no se publicitan en los medios y todavía se llega a ellos casi por un halo de misterio del todavía gratificante boca a boca urbano.
Tiene razón Eric Hobswabm cuando dice que las tradiciones se inventan en algún momento. Chile no nació con todas las picás.Por el contrario, la mayoría son noveles y datan del siglo XX, no tienen una gran historicidad, pero eso no disminuye su valor.
Por el contrario, reafirma que hubo y hay ciudadanos que están dispuestos a darles larga vida, sin importar que aparezcan en un ranking o no, porque su presencia tiene que ver con esa complicidad íntima entre anfitrión y visitante asiduo, esa que se solidifica alrededor de una mesa con buen vino, o simplemente de pie junto al mesón para pasar las penas.
Sólo aquellos que viven en la cultura del consumo podrían haber imaginado un concurso como éste y es grave que sean nuestras propias autoridades de Gobierno quienes la implementen con tanto entusiasmo, porque demuestran un precario conocimiento cultural acerca del valor de la tradición, que es todo lo contrario al afán de competir.
De ninguna manera estoy afirmando que los locales tradicionales carezcan de interés comercial, sería una ingenuidad, pero sostengo que junto a ese legítimo interés persiste el valor de la sociabilidad por sí misma, de “estar” de “ser parte de”. De ese histórico comportamiento humano de la comunidad versus el consumidor vacío.
Por eso, más que hacerlos competir la política pública debería buscar mecanismos de estímulo a los establecimientos tradicionales del país, para que no veamos como cierran tantos lugares patrimoniales o parte de la memoria histórica de las ciudades, como lo fue el Café Riquet de Valparaíso, o podría ser la Hormiga Atómica de San Bernardo.
Requerimos de otra mirada ajena a la insoportable levedad por competir, necesitamos otros valores sociales que remplacen esta obsesión de nuestros políticos.
Necesitamos puntos de encuentro en donde se respire igualdad y cooperación, historia y tradiciones ajenas a modernizaciones.
Y allí estaban las picás de Chile, hasta que a alguien se le ocurrió echarlas a competir, sin consultar a sus verdaderos propietarios, sus visitantes asiduos (no clientes) que de seguro van en busca de un momento de ruptura con la sociedad que los impele a competir, producir y consumir, en busca de una mano o voz amiga que lo invite a compartir sin más que su buena voluntad y disposición, en donde el espacio no separe sino que integre incluso en el silencio o anonimato.
Eso son esencialmente las picás, lugares de encuentro y sociabilidad, ignotos del mundo competitivo que hoy hizo que compitieran por ser la mejor de Chile, sin saber por qué este título era necesario.