Se dice que la magia triste de la antigua Praga atraía a grandes artistas; allí Mozart pasó largas temporadas y la distinguió con el estreno de la ópera Don Giovanni. Entre los escritores, Dostoiewsky, Apollinaire, Chateaubriand, y Hans Christian Andersen, embrujados por sus torres y cúpulas doradas, la prefirieron.
Quizá por ser tan frágil y trágica como la humanidad, pensaba Franz Kafka, quien, al revés de aquellos ilustres forasteros, hizo de ella su definitivo entorno.Por eso, aunque el poeta y abogado de la Compañía de Seguros de Accidentes del Trabajo vivió de preferencia en el reino del absoluto, nunca lo abandonaron “los rincones oscuros, pasadizos secretos, ventanas ciegas, patios sucios y alojamientos siniestros” de su
amada y conocida ciudad.
Nació cerca de la iglesia de San Nicolás el 3 de julio de 1833, en el barrio judío.Debido a su rostro moreno de ojos grises y cejas oscuras, se sintió extranjero entre alemanes y checoeslovacos. Y por estimarse poco querido o rechazado se llamaba a sí mismo ‘Cucaracha’. Enfermizo, con las rejas dentro de sí y vagamente sospechoso por una falta desconocida, deambulaba a menudo por esas calles familiares soñando con ir a Palestina como artesano o labrador en pos de una vida con sentido, seguridad y belleza.
Sin Max Brod -su gran amigo, crítico, filósofo y ocasional político afiliado al partido sionista- apenas conoceríamos el nombre de Kafka, dice Milan Kundera, reeditando de alguna manera la leyenda de que en vida nunca se publicó nada suyo.
Sin embargo, Janouch asegura que comentó con el doctor Kafka, Lady into Fox, de un tal David Garnett, en calidad de plagio de La Metamorfosis. También se refiere a un ejemplar de En la colonia de castigo, muy bien encuadernado en negro y verde, visto en el escritorio del singular jurista.
“Mis amigos se apoderan de algunas cosas que he escrito y me sorprenden con el contrato de publicación ya hecho. En rigor son borradores o ‘divertimenti’ privados. Se imprimen, e incluso se venden estas pruebas muy personales de mis flaquezas, sólo porque éstos se han empecinado en hacer literatura de ellas; y porque no poseo el valor para destruir esos testimonios de mi soledad”. El Fogonero es la memoria de un sueño, y El Proceso es el fantasma de una noche, confiesa su autor a Gustav Janouch, en el esclarecedor libro Conversaciones con Kafka.
Obviamente, no puede ignorarse la tarea difusora de Brod, aunque se le acuse de crear una imagen del novelista y de su inspiración prácticamente sin nexos con el arte contemporáneo.
O le atribuyan la primera piedra de la discutible construcción llamada kafkología, construcción que tendría muy poco de crítica literaria y mucho de exégesis reducidora de sus cuentos y novelas a alegorías, con el Agrimensor transformado en símbolo de la revolución agraria, en alguna de sus variantes.
Asimismo, se le reprocha suponer que los escritos kafkianos son, antes que nada, descripción de horribles castigos al acecho de quienes no siguen el camino del bien,
dejando para el último, como el raspado de la olla, su excelencia literaria.
Kundera también sostiene que Brod eliminó del diario de Kafka toda relación con la sexualidad, con el fin de derivar otro ingrediente de la kafkología, siempre dudosa y barroca en el enfoque de la cacareada impotencia del maestro hasta convertirlo en una especie de Amadis de Gaula para histéricos, lánguidos y macilentos. Algún soporte tendrá esa tesis, no obstante en Una Biografía Brod incluye esta carta de su
amigo, que dice más o menos así:
“Luego de ocho días felices en los bosques de Bohemia -allí las mariposas vuelan tan alto como nuestras golondrinas- llevo cuatro en Praga completamente desamparado. Nadie me soporta y no soporto a nadie, pero lo segundo es consecuencia de lo primero. Sólo tu libro, que finalmente he leído de una vez, me hace bien. Lo leo y me aferro a él, si bien no fue escrito para superar desgracias. Tan profundamente deprimido y sin causa no me sentía hacía mucho tiempo, y debía tan urgentemente buscar un contacto amistoso que ayer fui con una prostituta a un hotel. Era demasiado vieja, y para peor melancólica, aunque no la asombraba que no se fuera tan cariñoso con una ramera como con una amante. Yo no la consolé tanto como ella a mí.”
A Kafka, entre sus múltiples cualidades, se le puede atribuir la de adelantado, junto a Joyce, en cuanto a otorgar a la sexualidad rango de realidad ineludible, con sus fieras tenacidades subterráneas, diurnas y nocturnas. La imaginación erótica de Kafka es más recia que la romántica y proviene de otras latitudes: “Pasé frente al burdel como si hubiera sido la casa de mi amada”. Por su parte, el monólogo de Molly Bloom trae lo suyo.
Del mismo modo, se anticipó bastante al ideal de Breton, que escribía: “Creo que en el futuro habrá una resolución de estos dos estados, el sueño y la realidad, en apariencia tan contradictorios, en una especie de realidad absoluta o surrealidad, por así decir”.
No está de más destacar que el líder del surrealismo despreciaba a la narrativa en general por su incurable prosaísmo y mediocridad. Quizá inspirado en Eduardo Molina Ventura que sostenía muy suelto de cuerpo: “¡La novela es la poesía de los tontos, m’hijo”
Sin embargo, entender el mundo real y fantasear libremente conciliando aquellos aparentes antagonismos de los que hablaba Breton, era una ecuación ya resuelta por Kafka en El Castillo, narrando las aventuras del Agrimensor y su relación con Frieda y los dos asistentes. Lascivos y odiosos fantoches, anuncios agobiantes de ‘modernas´ plagas devastadoras de la privacidad.
Otro sí. Dickens es uno de mis autores preferidos, decía a Janouch, admitiendo que durante un tiempo fue ejemplo de lo que quería lograr. Consideraba a Karl Rossmann y David Copperfield emparentados por el ardor de sus almas en la empresa de abrirse camino en el mundo. Posiblemente se sintiera atraído por la declaración de Mr. Copperfield: “No exagero. En mi existencia, como en la de todos los humanos, abundan las contradicciones, las inconsecuencias”.
En la trastienda de los pícaros Delamarche y Robinson -feroces explotadores de la ingenuidad del protagonista de América- puede adivinarse a un par de inolvidables animadores de Los Papeles del Club de Pickwick: Alfred Jingle y su criado Job Trotter.
La historia del adolescente judío en Nueva York, excepcional en el estro kafkiano por su humor y el final feliz, es también dickensiana pues los reventados y parias encuentran su destino en nuevos mundos. Estados Unidos fue para el joven Rossmann como Australia para Mr. Micauber, Alfred Jingle o Emily Pegotti.
A Kafka, del agudo observador de la naturaleza humana que fue Dickens, le entusiasmaba su dominio de las cosas, el natural equilibrio entre lo exterior y lo interior, la magistral y sencilla representación de las correlaciones entre el mundo y el Yo. Todas, carencias en la mayoría de los pintores y escritores de hoy, agregaba.
“En estos tiempos tan impíos es una obligación ser divertido. La orquesta tocó hasta el final del moribundo Titanic. Así se evita la desesperación. No obstante -añadía, como pensando en nosotros- una alegría artificial es mucho más triste que una verdadera tristeza”.
La literatura para él -esgrimiendo un concepto rara avis en la actualidad- era sagrada, absoluta, incorruptible.
Aglomerados y aislados en un ámbito desquiciado, crujiente como el aparejo de un velero que naufraga, veía a los hombres cada vez más míseros y autócratas. “El Marqués de Sade -patrón de nuestro tiempo- sólo puede lograr su placer en la vida a través del dolor ajeno; es como el lujo de los ricos, pagado por la miseria de los pobres.”
Definitivo sólo es el dolor. Aún así era optimista -pese a considerarnos habitantes de un mundo de máquinas- y creía posible un arreglo, aunque lo bueno pudiera vestirse con las ropas del horror.