En los últimos días hemos asistido a un debate en torno al impacto que poseen algunas obras de arquitectura en nuestras ciudades. Este debate ha sido animado principalmente por el edificio Costanera Center y por los impactos que traerá a un barrio que hace ya tiempo, se encuentra al borde del colapso.
En esta discusión, una vez más se enfrentan las distintas visiones de sociedad que se encuentran permanentemente en pugna y que se expresan, aunque no todos puedan percibirlo, en todas las actividades humanas.
La arquitectura y el urbanismo no son ni pueden ser una excepción en este escenario de permanente confrontación política e ideológica en el que se oponen una vez más como en la mejor de las síntesis, el egoísmo y la solidaridad, el desprecio por el otro y el respeto por la sociedad, el individualismo y la comunidad.
En este contexto, para algunos, la arquitectura se encuentra mucho más cerca del arte, entendido como actividad creadora del ser humano, mediante el cual se producen objetos que son singulares y cuya finalidad es principalmente estética o comunicativa.
Para otros, en cambio, es una disciplina al servicio de la sociedad en su conjunto, que implica la unión de tres elementos básicos que configuran la cultura humana: el arte, la ciencia y la técnica, lo que debiera permitir abordar y resolver, equilibradamente, los aspectos tecnológicos, humanos y medioambientales.
Ahora bien, en cuanto a la relación de la arquitectura con la ciudad, hay quienes piensan que esta es, solamente, un recipiente para la primera y otros que afirman que la ciudad es un texto inacabado en el que cada arquitecto que interviene aporta una palabra, un párrafo o un capítulo, dependiendo de la dimensión, pregnancia y relevancia de la obra ejecutada respecto de la ciudad en la que se inserta.
En la primera visión, la relación entre las distintas obras no existe y ellas se instalan en la ciudad como una simple extensión o reflejo de quienes las proyectan y construyen, sin considerar el impacto que tiene cada una sobre su entorno inmediato, sobre la calidad de vida de las personas y mucho menos, sobre la posibilidad de desarrollar ciudades sostenibles en equilibrio con el entorno natural en que se instalan.
En la segunda, se busca integración y coherencia que al igual que en los buenos textos, es asegurada porque cada parte de la obra habla un poco de aquello que la antecede y entrega las claves, para lo que la sucederá, respetando el patrimonio urbano y arquitectónico e integrándose sutilmente en ese todo mayor que es la ciudad.
En la primera escuela los protagonistas principales son los arquitectos, los dueños de las obras y los inversionistas inmobiliarios, que compiten entre ellos, llenando la ciudad de objetos sin más sentido que el de ser autores o propietarios del proyecto más grande, de la torre más alta o del gesto más audaz, buscando solamente sobresalir, obtener reconocimiento y diferenciarse del resto con el único fin de poner su obra al servicio de intereses o traumas personales que más tienen que ver con el estatus, el poder, la dominación o la propia inseguridad, que con la arquitectura propiamente tal.
En la segunda, el protagonista es el usuario, el destinatario final de la arquitectura y el arquitecto actúa solo como intérprete y profeta: Intérprete, pues busca representar de la mejor manera posible las expectativas de quienes vivirán la arquitectura y profeta porque define, en virtud de lo primero, la forma y sentido que ha de tener cada obra en el marco de una obra mayor que es la ciudad como un todo.
Para lograrlo, buscará una adecuada síntesis entre continuidad y transformación, de manera de valorizar la experiencia urbana y permitir o facilitar al ser humano la identificación con su entorno transformándose en parte de él y de su evolución, respetando los lazos entre el sujeto y el patrimonio natural, urbano y arquitectónico en que se desarrolla.
Consistentemente, para la primera escuela, el urbanismo y la planificación es un mal que hay que tratar de evitar a toda costa pues limita la libertad del artista y la del inversionista.
Mientras que para la segunda escuela, la planificación es la única herramienta que permite subordinar los intereses y afanes de protagonismos personales, al bien común y al interés superior de la sociedad.
Así las cosas, para la primera escuela, los problemas de la ciudad —congestión, contaminación y hacinamiento— no son de la arquitectura, por lo que deben solucionarse ampliando calles, instalando carreteras, destruyendo el patrimonio urbano y arquitectónico y avanzando de manera indiscriminada sobre el medio ambiente que, según ellos, no sirve más que para generar renta, transformando el suelo rural en urbano.
Para la segunda escuela, los problemas de la ciudad y de la arquitectura son dos caras de la misma moneda, y no existe posibilidad de abordar los primeros sin subordinar la arquitectura a la necesidad de desarrollar nuestras ciudades de manera sostenible, limitando esa libertad, mal entendida, que ni siquiera se detiene en los derechos de los otros.
Para colmo, la primera escuela siente un desprecio absoluto por el espacio público, el que solo es necesario como simple conector entre sus obras, por lo cual será de mejor o peor estándar dependiendo del nivel socioeconómico del público objetivo para el que se construyen las mismas.
La visión más comunitaria considera al espacio público como el alma de las ciudades y como su eje ordenador, por su vocación de encuentro e intercambio, de protección y reproducción de la cultura.
En este contexto resulta evidente cuál es la escuela que hoy prima en el desarrollo de nuestras ciudades, en donde a diario asistimos al surgimiento de una nueva obra más grande, más costosa y más alta que la anterior, como una búsqueda frenética por representar, a través de la arquitectura, el poder y la dominación, incluso mediante formas evidentemente falo céntricas que, parecen hablar más de una cultura obsoleta o de algún trauma psicológico —de sus diseñadores, dueños, moradores y admiradores— que de una aspiración de construir ciudad mediante la arquitectura.
No debemos extrañarnos entonces que los mismos actores que construyen estas obras pertenezcan a sectores políticos que buscan demostrar a toda costa su poder recordándole al ciudadano de a pié y a la sociedad en su conjunto, que pueden pasar por alto e incluso atentar contra la calidad de vida y los derechos de los otros con toda impunidad, sin importar, en este caso, el caos urbano, la congestión, el hacinamiento y mucho menos la pérdida de eficiencia y eficacia urbana que generen sus obras.
En este escenario, ¿puede alguien dudar que las ciudades sean fiel reflejo de las sociedades que las construyen y que en ellas se expresa, como en el mejor de los resúmenes, lo esencial de cada cultura?