Tan pronto llegué exiliada a México, ofendí a mi jefe sin querer. A los poco días de entrar a trabajar a la universidad, el director de la carrera se me acercó para decirme, con una amplia sonrisa en su rostro, que tendría mucho gusto en cenar con nuestros respectivos cónyuges, “en su casa de usted, el viernes en la noche si le acomoda”.
Si bien muy ceremonioso, no dejó de sorprenderme este estilo de invitarse a mi casa, pero respondí de inmediato que estaba encantada. Convinimos que las nueve de la noche era una hora prudente, para tener tiempo de acostar a los niños que todavía estaban muy chicos.
Me esmeré en la preparación de la comida con sabores chilenos, en un intento por agasajar a los invitados con alguna novedad y, a pesar de lo difícil de encontrar por ese entonces, logré incluso un buen vino chileno en la mesa.
Pasadas las diez de la noche, con la comida recalentada varias veces, lo llamé para saber qué pasaba.
- Cómo qué nos pasa, me reclamó mi jefe, hace más de una hora que los espero a cenar.
- Pero jefe, exclamé, si yo los estoy esperando desde la nueve de la noche con la comida lista.
Esa noche, no llegué a conocer el pozole que por primera vez probaríamos en México, ni mis anfitriones saborearon mi intento de curanto en olla, porque recién entonces entendí que “su casa de usted”, no era la mía, sino la forma elegante que los mexicanos tienen para abrirle la casa a sus invitados.
Esa experiencia no fue la única, si bien la primera lección que recibí sobre las realidades que construyen las palabras.
Buscando departamento para vivir en ciudad de México, me enteré que la propaganda recurrente para anunciar viviendas era ofrecer habitaciones con “alta plusvalía”, como gancho seductor encabezando los avisos clasificados.
La banalización del término marxista “plusvalía” -usado en el mercado inmobiliario para las emergentes capas medias- terminó siendo mucho más eficaz para ningunear el pensamiento de Marx, que todos los esfuerzos de la dictadura por hacer desaparecer el pensamiento marxista en las llamas de la hoguera en que se consumieron tantos libros de su autoría.
Gracias a esos avisos clasificados logré arrendar un asoleado departamento que estaba en la avenida Patriotismo, casi esquina Revolución y a pocas cuadras de Obrero Mundial. Sin duda me atrajo el departamento, pero mucho más las heroicas coordenadas en donde estaba ubicado.
Lo que no preví es que, a fuerza de caminar por Patriotismo todas la mañanas y virar a la derecha en Revolución, para dejar a mis hijos en el colegio Reforma, esas palabras dejarían de evocarme su sentido original y pasaron a ser sólo referentes de la localización geográfica de mi vivienda y la escuela de mis niños.
Seguro que, al igual que conmigo, ocurría lo mismo para los millares de indígenas y mestizos que, gracias a la revolución cardenista, vivían, estudiaban y transitaban diariamente por esas calles.
Evocaciones todas que me surgen a propósito del debate sobre las palabras adecuadas para describir la historia política reciente en nuestro país, con el intento del Mineduc por cambiar el uso del término “dictadura” por el de “régimen o gobierno militar” para describir el período 1973 – 1990.
A diferencia de aquellos que sostienen que este cambio de palabras no puede esconder la realidad que intenta describir y que al margen de lo que sostengan los textos de historia la de Pinochet fue dictadura sin apelación, la experiencia parece indicar que las palabras terminan por construir -o, como en este caso, distorsionar- realidades.
No nos equivoquemos, no da igual. Las palabras importan.