Tengo seis hijos, cinco chicos y una chica, todos adultos, me han hecho abuelo cinco veces y, cuando consigo reunir a toda la parentela en torno a la mesa, me gusta que me llamen “viejo”.
-¿Qué vino abro, viejo?- suele preguntar el mayor, Carlos, que nació en Chile y junto a su madre recuperada del infierno de Villa Grimaldi salió a la no-patria del exilio. Tenía apenas nueve años, el recuerdo de un padre en la cárcel primero y más tarde en países de nombres extraños, un atado de cartas y una figurita protectora del capitán Hans Solo.
Yo no estaba junto a él cuando a su madre la sacaron a golpes de la casa, con una capucha negra cubriendo la cabeza, y tampoco lo llevé de la mano hasta el avión de siglas escandinavas que lo alejó para siempre de Chile. Pero nunca me cobró esa falta y, cuando hace nueve años, puso en mis brazos el pequeño cuerpo de Daniel, mi primer nieto, con su -te quiero, viejo- me dijo que todo estaba en orden entre nosotros.
-Abre el mejor vino, Carlitos- le respondo.
Mientras el resto de los hijos, nietos, nietas, nueras y yerno se afanan poniendo la mesa o preparando las ensaladas y los postres yo sonrío desde la parrilla, porque el asado es asunto del “viejo”, y me enternece saber que vienen de lejos; unos desde Suecia, otros de Alemania, la hija de Ecuador.
Me divierten sus consultas culinarias en sueco y español, en alemán y español, en inglés y español, y el humo de las grasitas cayendo sobre las brasas me huele al mejor cosmopolitismo, a la mejor manera de ser, y entonces pienso en mi viejo, en cuánto le habría gustado estar aquí.
De pronto sé que mi viejo está ahí, conmigo, porque pegado a él aprendí la alquimia del asado en el patio luminoso y lejano de una casa de Santiago que ya no existe más que en mi memoria.
Me gustaba verlo encender el fuego, los dos en el patio y con la radio encendida, escuchando la trasmisión directa desde el hipódromo Chile. Muchas veces me pregunto si he sido un buen padre, y la respuesta es que no lo sé.
Supongo que mi viejo se habrá hecho también la misma pregunta, y yo sí sé que fue un buen padre, a su manera, aunque para muchos de la familia era la peor manera.
No recuerdo de él ni un solo arranque de autoritarismo sino más bien lo contrario, porque era tímido y casi pedía permiso antes de soltar lo que tenía que decir.
A veces mi viejo esperaba a que mi madre, un monumento a la paciencia, mi hermano y yo termináramos el postre, y decía :
-En la puerta dejé esperando un muchacho, un buen chico, un poco castigado, y de eso quería hablarles.
Entonces iba hasta la puerta y regresaba en compañía de un tipo de aspecto fuerte y al que le habían desparramado la cara a golpes. Lo presentaba como “El Lobo de San Pablo”, un boxeador en desgracia de los muchos que frecuentaban el México Boxing Club de la calle San Pablo, y nosotros nos enterábamos que aquel hombre representaba todas las esperanzas posibles porque tenía pasta de campeón, y mi viejo era su flamante apoderado.
Tuvo varios pupilos, de categorías diferentes, ninguno fue jamás campeón. En eso me parezco a mi viejo; yo también perdí todos los combates.
-Pero subió al ring y eso es lo que importa- respondía mi viejo cuando mi madre le recordaba el último fracaso. Y así es, viejo, también subí al ring, y eso es lo único que importa.
-Viejo, ¿le pongo unas gotitas de limón a la palta?- pregunta mi hijo León, que nació en Hamburgo, y que de puro cariño a mí, a su viejo, vino a España a perfeccionar su español en la universidad de Oviedo.
Sé que me quiere y sé que le he fallado, porque le robé horas de infancia, horas sagradas en las que debimos estar juntos fabricando barriletes o haciendo barra al Sankt Pauli F.C. en el estadio del barrio.
¿Qué diablos hacía yo entonces como corresponsal en Angola, Mozambique, Cabo Verde, El Salvador? , si lo que más quería era estar con él, con su hermano gemelo Max, y con Sebastián, mis tres hijos hamburgueños.
Mi viejo también se iba a veces. Ahora sé que padecía depresiones, que todos los sueños rotos se le venían encima y entonces se aislaba del mundo en el espacio reducido que ocupaba la radio, con la cabeza inclinada igual que el perrito de la RCA Víctor, escuchando sus tangos que lo llevaban al infierno de una nostalgia atroz e inútil, o las emisiones en español de radio Neederland que tal vez lo hacían sentir protagonista de los viajes que nunca hizo.
-¿Qué te pasa, viejo?- le pregunté muchas veces, y su respuesta era una caricia el tiempo que decía:
-Nada, hijo, estoy triste, eso es todo, pero no me pasa nada.
-Huele rico-, dice mi hija Paulina, y me abraza pegando su cabeza a mi pecho y yo sé que su amor se torna fuerte cuando los latidos de mi corazón me acusan, porque también le fallé y en lugar de estar donde quería, el parque de juegos de Iñaquito, fue más fuerte el deseo de subir al ring en Nicaragua.
Una vez, cuando mi hija ya era adulta, le conté que en medio de los tiroteos algunos besaban una estampita con la imagen de un santo, pero yo besaba una fotografía en blanco y negro que la mostraba risueña, en mis brazos, y me juraba a mí mismo que si salía vivo de ahí recuperaríamos todo el tiempo que le robé.
La peor certidumbre es aquella que nos muestra lo irremediable.
Sé que mis hijos sintieron mi ausencia a la salida de la escuela, cuando llovía y los padres de sus compañeros los esperaban con los paraguas abiertos, con el coche calientito, con un pastel en la mano.
Yo sentí la ausencia de mi viejo cuando, tras anunciarlo tímidamente, se largaba siguiendo una vocación de comerciante condenado al fracaso.
Durante meses no llegaban cartas y entonces sabíamos que la crianza de vacas en la Patagonia se había ido el carajo, que el corral de caballos pura sangre se había incendiado, que el restaurante se lo habían robado los socios, que le habían crecido los enanos. Pero al regresar, siempre sin ningún aviso, salvo los suspiros de mi madre, contaba sus fracasos como si fueran los mejores chistes y, así, cortando rebanadas de salame exclamaba:
-Y pensar que este pingo tan sabroso estaba destinado a ganar el derby de Kenntucky.
Entonces yo lo quería con furia, olvidaba su ausencia y descubría que ningún amigo del barrio tenía un viejo tan macanudo como el mío.
-¿Y si probamos una puntita?- dice mi hija, y yo corto una tirita dorada de carne que se lleva a la boca suspirando. Se acerca también mi nieta Camila, el terror de las librerías de Quito pues no perdona que mis libros no estén en lugares destacados, y yo sé que muy pronto tendré también a mi lado a Valentina, que acaba de nacer hace dos semanas.
También mi madre, que recién falleció, se acercaba a mi viejo cuando éste declaraba que ya faltaba muy poco para llevar el asado a la mesa.
Yo lo miraba cortar y ofrecer a su mujer la tirita de carne, a esa mujer que se bancaba sus ausencias y los altibajos, más bajos que altos, de su pasión comercial, o sus fracasos de burrero dueño de caballos a los que daban las llaves para cerrar el hipódromo.
Esa mujer era su fuerza. Lo descubrí tarde y creo que ninguno de ellos lo supo a tiempo. Mi madre era tesón, firmeza y llevaba las riendas de la casa. Mi viejo era un puñado de sueños lindos que hacían menos triste la vida.
¿He sido un buen padre, o simplemente un padre sin adjetivos? No lo sé. Y mientras Max se acerca y me dice que el computador está funcionado rápido y libre de lastres, porque Max es el genio de la familia en este rubro y tras cada visita suya todo lo electrónico queda mejor que recién comprado, pienso que por él y sus hermanos aprendí lo más difícil de la lengua alemana: la capacidad de prodigar ternura y establecer complicidades de amor.
Al regresar de cada viaje a África, antes de volver a nuestra casa de Hamburgo me quedaba una noche en un hotel de Frankfurt para limpiarme, para quitarme todo el olor a muerte, a corrupción, a mentira, a desmoronamiento de los mitos que siempre se pegó a la piel de los corresponsales de guerra como un tatuaje del “territorio comanche”.
Recién entonces me atrevía a abrir la puerta de nuestra casa, besar a mi mujer, y abrazar a mis hijos. En el hotel de Frankfurt se quedaban también el español y el portugués, y la lengua alemana era un fuente de ternura recíproca que nos mantenía a salvo, porque en la década de los ochenta solían llegar a casa algunos compañeros de rostros compungidos, y sentados en la cocina soltaban el “ mataron a Roberto, lo degollaron”, y mis hijos, a salvo del horror, adivinaban sin embargo mi tristeza y me pedían que les contara una nueva aventura del pirata del Elba, o del gran jefe culo rojo, un cacique sioux que eliminaba a sus enemigos a pedos.
Antes de retirar la carne de la parrilla se acerca Jorge con su cámara fotográfica, desde pequeño quiso ser fotógrafo y lo va consiguiendo. No soy el padre biológico de Jorge, pero sus hermanos siempre le hicieron sentir que era uno más del equipo, con iguales deberes y derechos.
-Viejo, ponte más cerca para que salga también el humo- me ordena, y yo le respondo si se cree Daniel Mordzinski o Cartier Bresson, pero poso para él con mi mejor cara de parrillero.
Mi viejo volvía de sus idas reales o autistas y, al hacerlo, llegaba el momento de oír sus historias de horror ingenuo. Mi hermano y yo nos sentábamos junto a él y entonces empezaba a hilar cuentos que, no sé si los habrá leído en alguna parte, pero que eran protagonizados por un único personaje, La Mortaja, algo así como un zombi al que siempre engañaban los mortales.
Ahora es Sebastián el que me acompaña. Con su video cámara registra los movimientos de poner brasitas en el braserito y sobre él las carnes doradas y fragantes. Siempre quiso ser camarógrafo y lo consiguió. Cuando estudiaba en la escuela de cine de Munich acepté como una novedad que me mostrara las películas de Einsenstein o de Fritz Lang.
Todos mis hijos son mis favoritos, pero con Sebastián nos une algo intangible y cuya razón está en que, tras su nacimiento, tomé un año del permiso pos natal al que también teníamos derecho los hombres en Alemania. Su madre siguió trabajando y el chico vivió pegado a mi pecho en una bolsita canguro que se ponía como una mochila pero al revés.
Cada cuatro horas salíamos rumbo a la clínica donde trabajaba su madre para que mamara, hacíamos las compras, retirábamos o devolvíamos libros a la biblioteca del barrio y, al hacerlo, recordaba el olor a tabaco de mi viejo cuando me abrazaba en las frías tardes de esos inviernos y de ese Santiago ya irremediablemente perdidos.
No sé si he sido un buen padre, pero sé que he disfrutado de cada segundo junto a mis hijos, pero también sé que debí pasar mucho más tiempo junto a ellos. No sé si siempre he sido justo, pero ellos sí que lo han sido.
Mi hijo Carlos es músico, en una gira mundial con su grupo, “Psycore”, en el momento en que las adolescentes gritaban y lloraban porque Carlos “Kalle” Sepúlveda, el único no nacido en Suecia del grupo, entregaba los toques finales de su solo de guitarra, de pronto se detenía, levantaba el instrumento y gritaba: ¡Esta guitarra me la dio mi viejo! Y continuaba tocando, llenando el escenario con sus notas prolongadas y su aspecto feroz de líder del grupo de rock más heavy de Escandinavia.
Vi en MTV esa actuación de su grupo, y mientras lo hacía regresé a una tarde en Hamburgo y me vi entrando en Stenway & Sohn, la mejor casa de música, y saliendo con la Fander Stratocaster que todavía suena en sus manos, aunque hayan pasado ya más de veinte años. Y fui mucho más atrás, porque vi a mi viejo saliendo de una librería de Santiago con una estilográfica “centenario” que me entregó con un simple “ sé que te gusta escribir”.
El amor de los hijos llega de diferentes maneras; a veces tiene la forma de fotocopia de un diploma, como el de Paulina, de recién egresada de la facultad de Periodismo, o de un mameluco color naranja (modelo Guantánamo dijo Max) que destacaba entre varios mamelucos blancos en una feria del automóvil de Barcelona. En todos los mamelucos blancos se leía la palabra Siemens, pero en el naranja ponía: “Max Sepúlveda Team Cheff”, o de esos bultitos frágiles que recibo tragándome las lágrimas mientras me dicen: es tu nieto Daniel, es tu nieto Gabriel, es tu nieta Camila, es tu nieta Valentina, es tu nieta Aurora.
Por fin estamos todos sentados junto a la mesa fragante, Carlos sirve vino, Sebastián lo prueba y exclama que está buenísimo, Paulina ofrece ensaladas, Jorge corta pan, Max y León reparten las carnes intentando ser ecuánimes, los nietos y nietas exigen costillitas, las nueras y el yerno les ayudan a cortar, y Pelusa, mi mujer, mi compañera que me conoce más que yo mismo, me toma una mano y dice: son tus hijos, Lucho. Son tus hijos.
De mi viejo tengo una fotografía junto a mi madre y una cajetilla de cigarrillos Monarch que tenía en los bolsillos al morir. ¿Y el recuerdo? Sí, también, pero no me pertenece del todo porque se va diluyendo y aparece a ramalazos, de manera aleatoria, y a veces dudo y me pregunto si el viejo fue realmente así, o si son los mecanismos salvadores de la memoria que siempre recuerdan lo mejor.
¿Cómo me ven en realidad mis hijos? En una ocasión, León me preguntó cómo era su abuelo y lo único que pude responder fue: un viejo lindo. ¿Qué responderán cuando sus hijos les pregunten cómo era yo?
Carlos, con la boca llena de jugo exclama que el asado está mejor que nunca.
-Te quedó rico, viejo-apoya cualquiera, y Sebastián golpea su copa con el tenedor pidiendo un brindis.
-¡ Por el viejo! – y todos levantan sus copas.
Entonces le pido a la vida que permita por muchos años que el asado siga siendo asunto mío, que sea asunto del viejo convocar a los hijos y nietos a la mesa familiar.
No sé si soy, si he sido un buen padre. Pero sé del cariño de mis hijos y que he tratado de ser un amigo con el que siempre podrán contar, un compañero para todo lo que venga. Y con eso estoy en paz.